Western aventurero de Henry Hathaway: El jardín del diablo

Publicado el 13 abril 2012 por 39escalones

- Las mujeres hermosas hablan la misma lengua en todo el mundo.

- ¿Y las feas?

- No las escucho.

Fiske (Richard Widmark) en El jardín del diablo

Cuando uno tiene la suerte de disfrutar de El jardín del diablo (Garden of Evil, Henry Hathaway, 1954) no puede evitar llegar a la conclusión de que, con los años, el cine de aventuras ha empequeñecido tanto como las pantallas en las que se proyecta actualmente. No hay duda de que habrá quien califique esta película de pequeña, de western rutinario, artesanal, normalmente los mismos que pierden el culo por la última bobada de superhéroes de cómic que llegue a la cartelera. Y sin embargo, este western de aventuras dirigido por Henry Hathaway, uno de los más importantes y más cualificados directores todo-terreno (abominamos de la definición de “artesanos”) de la época dorada del Hollywood clásico, poseedor de una filmografía enorme, repleta de títulos fenomenales y que, especialmente en el western, era considerado (quizá junto a Howard Hawks o Anthony Mann) como la mejor alternativa a John Ford, es una película vibrante, vigorosa, absorbente y no carente de peculiaridades psicológicas y temáticas que la dotan de algo más que acción y aventura. La premisa no puede ser más convencional, la coincidencia de un grupo de personas de caracteres diversos en una misión común a realizar en un entorno exótico presidido por la amenaza de indios hostiles; la ejecución no puede ser más excelente.

Un barco de vapor se acerca a Puerto Miguel, un pequeño pueblo de la costa mexicana, para reparar una avería. Tres de los pasajeros que viajan en el barco camino de un yacimiento de oro (se supone que californiano, estamos por tanto en 1848-1850), Hooker (Gary Cooper), un pistolero de enigmático pasado, Fiske (Richard Widmark), un jugador que huele el dinero fácil, y Daly (Cameron Mitchell), un entusiasta convencido del gran porvenir que le espera, desembarcan para estirar las piernas y tomar unas copas de mezcal. A la cantina del pueblo (tras un par de canciones en español de Rita Moreno) llega una mujer blanca, Leah Fuller (Susan Hayward, luciendo falda-pantalón y cartuchera al cinto), en busca de ayuda para rescatar a su marido, sepultado por un corrimiento de tierras en la mina de oro que poseen en territorio apache, en unas tierras sagradas que llaman El jardín del diablo. Cada uno, por unas razones distintas que no ocultan una razón común a los tres, decide acompañar a la mujer en el rescate de su marido, acompañados por un lugareño, Vicente (Víctor Manuel Mendoza), a diferencia de sus compañeros, más interesado en el oro que en la mujer.

Una vez planteada la trama, la historia consta de tres segmentos: la ida, la estancia y la vuelta. El camino a la mina son los minutos de la cinta más ligados a la aventura. Un viaje a través de unos bellísimos parajes mexicanos, fotografiados maravillosamente en Technicolor por Milton Krasner, que hace resaltar la grandiosidad interminable de las montañas, los bosques y las llanuras para potenciar la sensación de exposición del pequeño grupo a los rigores y los riesgos del trayecto, en especial ese tránsito a caballo por una estrecha cornisa montañosa abierta a un profundo abismo que supone el único acceso al territorio indio (y la célebre secuencia del salto a caballo del único tramo de esa cornisa que se ha hundido). Durante esta fase de la película, el guión de Frank Fenton y la pericia en la dirección de Hathaway no sólo avanzan buena parte de las situaciones y peligros que van a tener lugar en el metraje posterior, sino que caracterizan a la perfección a los personajes gracias a su distinta actitud ante los avatares del camino. Así, vemos a Vicente marcando la ruta para recordarla, supuestamente con ansias de repetir la expedición con algo más que unas alforjas para acercarse a la mina; sabemos que Daly desea a Leah, y también que Hooker, fuera lo que fuera en el pasado, es un tipo íntegro y legal, que corrige a Daly en sus excesos con una buena paliza pasada por las brasas. Por último, Fiske inicia una relación curiosa con Hooker, de comprensión mutua y de rebelión ante su, según él, manía de dirigir el grupo (de la que se extraen datos que pueden explicar al espectador el posible pasado del personaje).

Tanto en este pasaje como en el capítulo central, la llegada a la mina y el hallazgo del marido, el factor dramático predominante consiste en la rivalidad masculina por la mujer, y también en la utilización por parte de ella de todas las armas femeninas a su alcance con tal de conseguir sus fines; si bien no supera nunca los límites de la seducción física, sí apela a su fragilidad, a su soledad y a su necesidad de compañía para conseguir que los cuatro hombres que la acompañan la sigan en sus propósitos. A este puzle hay que añadir al marido, lesionado en una pierna y que, postrado en la cama, vomitará salvajes comentarios sobre la naturaleza y la reputación de su esposa. En esta parte, Hathaway, en la línea de John Ford, caracteriza como nadie la creciente amenaza apache: el hallazgo de una pluma de guerra entre las rocas por Hooker; las lejanas señales de humo; las siluetas y los sonidos adivinados en la distancia. Igual que en el primer tramo de la película, el magnífico entorno, en este caso un pueblo sepultado por una erupción volcánica que ha dejado únicamente a la vista el campanario de la antigua iglesia española, sirve a Hathaway para contrastar la soledad de los personajes, su insignificancia, su pequeñez como prisioneros de la cabaña y el cobertizo que suponen su única protección frente a la amenaza india. El camino de vuelta inserta la película más claramente en el western. El grupo abandona la mina y el pueblo perseguido por los apaches, que van acabando uno a uno con sus miembros (Hathaway filma dramática, bellamente el sacrificio de algunos de los aventureros), hasta el decisivo, espectacular y resolutorio episodio, de nuevo en la cornisa, con el enfrentamiento final, haciéndose fuertes en las rocas, de Hooker y Fiske tiroteando a los apaches. La caracterización de éstos es quizá lo más llamativo del film en cuanto a lo que puede discutirse o cuestionarse: uniformados, todos con los pantalones del mismo color, con los mismos adornos, el mismo corte de pelo, rapado y con cresta, no dan el perfil tradicionalmente asociado a los apaches de las películas (cabellos largos, vestimentas que mezclan la tradición india y las ropas de los blancos, nombres cristianos…), sino que parecen más bien iroqueses, mohawks o hurones del noreste de Estados Unidos.

La película resulta espectacular, tanto en el retrato y el uso de los escenarios naturales como en la acentuación, mediante la acción y la estupenda partitura de Bernard Herrmann, de los distintos sucedidos del viaje. La caracterización de personajes es breve y esquemática pero muy efectiva, y las interpretaciones van de lo adecuado a lo extraordinario, en especial la de Richard Widmark, que se come la película a bocados en cuanto aparece, muy por encima de un Gary Cooper que, en su línea sobria de siempre, incluso hace sus pinitos -y muy bien hechos, desde luego mejor que la Hayward- en la lengua de Cervantes interaccionando con los personajes mexicanos.

Sin salirse de las líneas maestras y unificando dos géneros que dominaba a la perfección, el western y el cine de aventuras, Hathaway construye una película luminosa, en la que el paisaje, las montañas, los bosques, los ríos y las abandonadas construcciones de aire colonial (iglesias, misiones, monasterios) dotan a la trama de una atmósfera salvaje y amenazante pero también de un extraño e inquietante lirismo, de una belleza desnuda, directa, casi hiriente. Nada que los efectos especiales y las computadoras puedan lograr por más dólares que cuesten… y gasten.