Mis tardes siempre se llenaban de música, cuando en el televisor casero en blanco y negro, Gerardo Manuel nos ponía en modo rock con su Disco club, fue allí que escuché, antes que lo pusiera de banda sonora, esa serie que marcó parte de nuestra adolescencia: Los años maravillosos (que hay que dejar en claro, que en el Perú nada era maravilloso) y soñábamos con una Winnie Cooper, uno de los temas rock, uno de los cover sin espíritu cover que marcó nuestro ritmo al caminar, antes también, que el andar de Travolta: era esa voz llena de aguardiente o cañazo que sabe a norte peruano y entre delirios epilépticos gritaba que necesitaba una pequeña ayuda de sus amigos.
Ese fue para mí el inicio de lo que más tarde completaría en discos de 33 revoluciones y que marcarían parte de mi jipi tardía adolescencia, que como entenderán, en un joven marca acné y no Acme del Correcaminos, caminando a finales de los 80, casi disfrazado de asistente de solía llamar la atención o tal vez la curiosidad y siendo francos, alguna sonrisa de cachita limeña que es la peor de las cachitas.
Hoy, que se ha llegado a los 50 años de esos tres días que casi tiraron para cuatro y que solo costaron 18 dólares e incluso salió gratis para la gran mayoría, porque de eso se trata la contracultura que enarbolaban Michael Lang y su socio, pequeños y casi juveniles millonarios que convocaron, casi sin querer, a medio millón de personas y pusieron en jaque a un sistema capitalista y consumista que justo en esos momentos se empecinaba en ganar una guerra que nunca ganaron y un republicano Nixon que salió años más tarde envuelto en escándalo.
Una inversión de casi 3 millones de dólares: artistas, locación, escenarios, sonido, parafernalia, etc y varios etcéteras que aparecieron en la ruta, hicieron de este festival que no fue en Woodstock, sino en Bethel y que gracias a Elliot Tiber autor de Taking Woodstock, hoy llevada al cine, logró convencer a la pequeña y granjera población de aceptar a un grupito de melenudos que se reunirían a escuchar algo de música, siendo Max Yasgur, el que por 75000 dólares alquilaría su verde alfalfa a lo que formaría parte de una historia que recién empezó tras culminar el concierto.
Si bien se dieron más de 30 conciertos durante los días que duró el festival, ha quedado en la memoria colectiva las presentaciones de Richie Havens que a golpe de 5 de la tarde del viernes 15 de agosto se sentó envuelto en su túnica a gritar Freedom en un país donde la libertad es un sueño de LSD hasta que tras casi dos horas salió enduendado sin poder detener a su poseso yo. Cerró esa noche la dulce Joan Baez que con seis meses de embarazo, que reflejaban la esperanza a la vida, denunció la arbitrariedad y el encarcelamiento de su compañero. Ese viernes alucinado, libre, estonazo, cromático, puro, sexual, amoroso, alcoholizado, gay, marihuaneado, pacífico, sublime, lésbico, rockero, social, folk, heroinómano, jipi, continuó el sábado 16 de agosto, muy temprano, cuando a golpe de 2 de la tarde trepó al escenario Joe MacDonald y nos puso a contar en inglés contra la guerra de Vietnam, para darle paso, horas después, a un improvisado músico que trepó al escenario, ante la resaca de todo lo vivido por las artistas que la noche anterior habían celebrado su llegada y que ahora impedía que trepen al escenario: John Sebastian les dio un respiro de media hora para que a las 5:15 de la tarde suba al escenario una banda totalmente desconocida, anónima, y que ahogada en los ríos de los ácidos y la experimentación envuelva al campo de alfalfa en ese ritmo casi de experiencia mística, religiosa, atea o lo que fuera y en estado de frenesí no sea una guitarra la que sonara, sino una serpiente que ese día domesticó para el delirio general: Santana nos sacrificó el alma y hasta hoy lo sigue haciendo cuando repetimos en el blueray por enésima vez su presentación en Woodstock.
Cuando pude comprarme el disco de Woodstock y luego ver la película, para mí hubo una tonada que me marcó como un cuchillazo ardiente, una flauta que bordea nuestra infancia y una voz aguda que llena de sinceridad nos ataca directo a nuestras represiones y nos invita a la libertad, a esa libertad que solo se tuvo en Woodstock y que jamás podremos siquiera aproximarnos. Era Going up the country de Canned Heat que subió al escenario ese sábado a golpe de 8 de la noche y tras compartir algunos cigarros abrió el camino a la madrugada hasta que Grateful dead hizo volar los amplificadores con su potencia. Janis Joplin cantó de madrugada y su voz trepó eléctrica y llena de esa pasión que jamás recuperamos tras su muerte con tan solo 27 años, entonando arrecha su Summertime que se cuela siempre en nuestros recuerdos. The Who salió a las 5 de mañana y se cantó toda su ópera rock: Tommy y si bien no tengo el dato si esta vez rompieron baterías y guitarras, sí sé que fueron unas de las bandas que cobró por adelantado ante la poquita fe que le inspiraba este festival, que sin lugar a dudas, hoy debe ser una de sus mejores presentaciones. Y por si fuera poco cerró el sábado Jefferson Airplane.
El último día, previo a esa lluvia poética que inundó y bañó a los asistentes, dejándolos puros de alma y libres nuevamente se había presentado Joe Cocker y ante el grito y pedido comunitario de ¡no lluvia!, de ¡no guerra!, de ¡sí amor!, de ¡sí paz! Se tuvo que esperar hasta las 9 de la noche para que suba Ten Years After y en rockeo catatónico exija traer vivos a casa a los jóvenes que morían en una estúpida guerra y no en bolsas negras. Johnny Winter, primero; luego Crosby, Stills, Nash y se sumó Young ya en la noche que sonreía agradecida e iba despidiendo a los primeros y nuevos seres humanos, porque no hay forma de haber estado en Woodstock y salir igual de humano. Woodstock dio la oportunidad a un nuevo nacimiento, a una nueva visión de la vida, al anhelo de un mundo mejor: más justo, más libre. Este festival fue la puerta de apertura para la liberación femenina, para el movimiento LGTB, para los colectivos que hoy luchan por salvar al planeta.
Y tras el ritmazo de Sha Na Na, cuando ya solo quedaban menos de 50 mil personas, Jimmy Hendrix dio el concierto más largo de sus cortos 27 años, el himno nacional americano que nunca había sonado tan bien en su guitarra zurda y el hímnico Hey Joe dieron el cierre a este festival que tras 50 años no pierde esa vigencia, esa juventud que es sinónimo a libertad y que el día de hoy, y el de ayer también, y estoy seguro que el de mañana suele causar miedo a nuestros sistemas represivos que hoy se llaman democracia, porque el ser libres es algo que muchos creen ha pasado de moda, Woodstock 50 años después es la prueba de que todavía lo podemos ser.
Ciudad de Palomino, a días de cumplir 50 años del festival de Woodstock