Los Cantos de Ossian fueron unas composiciones poéticas épicas escritas ya en el siglo XVIII por el escocés James Macpherson. Fueron los equivalentes poemas celtas a los antiguos clásicos griegos de Homero. Con tragedia y héroes, con gestas y traiciones, dolor, orgullo y sufrimiento. Estos cantos tuvieron una gran influencia en los románticos posteriores, como Goethe, que en su obra Werther incorporó algunos de sus famosos versos. Uno de los personajes de Werther se pregunta ante otro, uno de los doloridos seres que justificaban la narración, lo siguiente: ¿Acaso estos cantos no han sido hechos para enternercer y agradar a las almas aturdidas? A lo que le respondió desconsolado y convencido aquél: Yo escuchaba los lamentos de mi hija, abandonada sobre la roca que azotaban las olas. Sus gritos eran afilados, desgarradores; y nada podía hacer yo por ella. Su voz se debilitó antes del amanecer y acabó por desvanecerse como el viento nocturno entre la hierba de la roca.
Goethe afirmaba, como otros antes que él, que la poesía, la lírica idílica de los cantos, el Arte subyugador de lo emotivo, no podía aliviar la angustia de existir, ni devolver al Hombre la armonía con el mundo. Lo idílico viene a definirse a veces como oposición a lo real, a lo inevitablemente desolador de la vida. Así, comenzaron los poetas griegos en la antigüedad ya a elaborar sus églogas o composiciones pastoriles, en donde en un escenario natural los personajes, pastores indolentes, dialogaban amorosamente sin final. Luego, al Renacimiento, comenzaron los poetas a crear lugares utópicos, parajes lejanos en donde la vida se reflejaba ya en una sociedad idealizada.
Pero, después de los avatares históricos de las revoluciones políticas, industriales y sociales del siglo XIX, las cosas cambiaron para siempre. El sufrimiento, que había sido enaltecido como recurso elogioso en los mártires de la antigüedad, en los héroes caballerosos del Renacimiento y en los idealizados seres abatidos por el desamor del Romanticismo, ahora ya se avenía a la glosa realista de lo cotidiano, de lo íntimamente existencial de la vida. De este modo, hubo que inventar otros paraísos para volver a recuperar aquella Arcadia o país imaginario, en donde todo es felicidad y paz, y en donde el ser humano alivia, cree él así, el desgarro que le produce el despeñamiento continuo de su vida.
Para esto, como para todas las cosas que vienen a agitar de alguna forma el molesto escozor de la existencia, el Arte traduce en imágenes las sensaciones más necesitadas de justificación, de reflejo vital, de sentido único, de esperanza descompuesta. Así, los pintores han reproducido aquellas escenas del escenario idílico, del lugar y del entorno, del gesto y de la apostura placentera. También, la fatal y contraria exposición de lo espantoso, del dolor y del despropósito más alarmante. Pero, entonces, ¿es que sólo podemos balancearnos, así, entre el sufrimiento más agreste, desconsolador y tormentoso, o el maravilloso estado eufórico, encumbrador y paradisíaco?
Otros creadores, como el pintor belga Alfred Stevens y su obra Adiós a la orilla del mar, o el español Ulpiano Checa y su lienzo Celebrando el verano con una lámpara china, muestran otra cosa: el momento, el instante, y su transformación. Es decir, la levedad de las cosas y su tiempo limitado. En el caso de Stevens, destacando ahora una despedida solitaria, inevitable y total. Todo, por ahora, ya se ha acabado. Sin embargo, deja el creador también así la posibilidad del regreso, pero, ésta no es un hecho aún. En el otro cuadro, el pintor español Checa, realiza aquí una magistral obra decimonónica, unas jóvenes celebran el verano subidas en una barca, en las aguas nocturnas de un estanque. Ahora se divierten, ahora la luz centelleante de la lámpara china brilla con todo su fulgor, y así seguirán ellas, alegres, hasta que la llama de ésta acabe consumida por completo. Para entonces, después de ese momento, ese brillo, cesará.
(Óleo del pintor Frederic Leighton, Idilio, 1881; Cuadro del pintor francés Louis-Adolphe Tessier, Desempleado, 1886, Museo de Angers, Francia; Obra Negro Escipión, 1867, del pintor Paul Cezanne, Museo de Sao Paulo, Brasil; Óleo El martirio de San Lorenzo, de Valentín de Boulogne, 1622, Museo del Prado; Obra Adiós a la orilla del mar, 1891, del pintor Alfred Stevens; Cuadro Celebrando el verano con una lámpara china, siglo XIX, del pintor español Ulpiano Checa y Sanz; Óleo Ossian, 1801, de Francois Gerard.)