Lo habitual hoy en día es encontrarnos con historias que se extienden a lo largo de varios volúmenes, así que publicar una novela corta parece ir a contracorriente. No digamos ya nada de un libro de relatos, género que a veces tiene que lidiar contra un velado menosprecio. Mira qué casualidad, como la propia LIJ. ¡Y Gómez Cerdá se atreve con un cóctel de ambos! Nuestra apuesta por la dignificación de uno de ellos es más que evidente, pero centrándonos ahora en el tema del relato, podemos aprovechar para ejercer un poco de valedores. No es sólo que el género resulte indiscutiblemente apropiado para determinadas circunstancias y momentos lectores. No, lo esencial reside en las posibilidades que ofrece, que no pueden trabajarse desde narraciones de mayor extensión (o por lo menos, no con el mismo éxito): el poder de la inmediatez, de la condensación y de la anécdota. Eso es precisamente lo que aprovecha el autor, rescatando la esencia de la tradición popular y de la oralidad, introduciendo elementos extravagantes y caricaturescos, y fusionándolos en equilibrio perfecto con la narración de unas historias sorprendentes y siempre interesantes. En el recorrido a través de ellas, nos encontramos con una gran diversidad de tonos, estilos y personajes: relatos contados en primera persona o desde una óptica impersonal; relatos ácidos, tensos, dramáticos o desternillantes; relatos sobre ciberenamorados, padres, suicidas, empleados ambiciosos, aspirantes a escritores, vagabundos o magnates de la industria del cine; relatos ambientados en múltiples rincones de la geografía mundial (California, Nueva York, Vigo, Berlín o un remoto pueblo nórdico); relatos aparentemente inocentes o en los que se filtra a chorros la invitación a la reflexión e incluso la sátira mordaz… Como punto en común, todas estas historias presentan una galería de personajes casi anodinos pero revestidos de un halo de excentricidad deliciosa; es decir, elevados a la categoría de extraordinarios vía uso del absurdo o de lo inverosímil como motor de la acción: ¿un ciclista que pierde el tour por quedarse absorbido por una lectura?, ¿una gota de agua en el oído que puede tener consecuencias catastróficas?, ¿un hombre agonizante que echa mano de un libro de primeros auxilios para practicarse un torniquete? Todas ellas suponen la inmersión en vidas ajenas repletas de matices: sueños, deseos, frustraciones, miedos, fracasos y aventuras. Es muy difícil destacar alguna historia entre todas, pero quizás mis favoritas sean ésas que explican cómo un libro puede servir “para evitar un error médico” y “para que te erijan una estatua”. Para no desvelar más de la cuenta sólo diré que me han cautivado por su humor tan fino, por su irreverencia y su descaro, y por desembocar en una crítica punzante. En realidad, el desenfado y la provocación presiden el espíritu de la obra desde el momento en el que fijamos los ojos en la portada. Y es que… ¡qué pregunta se nos plantea! Pregunta que parece invitar a una respuesta obvia (“¡para nada!”), lanzada desde el rechazo propio del sector desilusionado con la lectura. Y aun así, las respuestas que se proponen en los relatos son todavía más retorcidas: el sacrosanto libro al servicio de utilidades tan prosaicas, tan mundanas. Pero un momento… ¿acaso no hay un doble juego? Por un lado asistimos a la invitación generosa por parte del autor a todo aquél que no se siente (aún) seducido por estos artilugios impresos y encuadernados. Por otro, percibimos el guiño cómplice y travieso al enamorado del libro, desde el mismo título hasta el epílogo, pasando por las dedicatorias, en la que también merece la pena detenerse. Porque el hilo conductor que atraviesa las historias no es otro que el libro, y Gómez Cerdá ofrece el placer de encontrar referencias literarias compartidas y simpáticos ejercicios de metaliteratura (especial mención merece esa discreta introducción de Barro de Medellín como elemento crucial en uno de los relatos). Pero, sobre todo, porque la mayoría de los lectores crónicos padecen una seria enfermedad: la posesividad extrema sobre el objeto de su pasión, y gustan de leerlo, sí, pero también de manosearlo, doblarlo, maltratarlo… de usarlo, vamos.
Así las cosas, ¿para qué podemos decir que sirve este libro? Quizás tenga el grosor idóneo para calzar mi mesilla de noche, pero prefiero dejarlo bien a mano en la estantería para poder recuperar en cualquier momento el rumor cautivador de las historias que habitan en su interior. Ya nos insinúa el epílogo que, en realidad, el fin más digno del libro es el disfrute de su lectura. Y también nos empuja un poco más allá, dejando en el aire la gran pregunta: Y leer, ¿para qué sirve?