Antes de los 40 años estamos continuamente generando expectativas, es decir, planes, objetivos y metas. Ponemos todos nuestros esfuerzos en alcanzar lo que nos proponemos, sin volver la vista atrás. Esta primera parte de la vida está llena de decisiones importantes, que marcarán su rumbo. Por ejemplo, desarrollamos nuestros estudios y/o nuestra profesión, nos comprometemos con una pareja, nos independizamos del hogar familiar, creamos una familia,... Todo lo que hacemos durante estos años está encaminado a alcanzar estos objetivos que nos hemos propuesto.
Sin embargo, llegados los 40 años (aproximadamente), alcanzamos un punto de inflexión en nuestra concepción de la vida.
¿Qué ocurre después?
Generalmente, a partir de esta edad se va produciendo un cambio progresivo en nuestra forma de pensar. Además de proponernos metas, comenzamos a pensar en aquello que hemos vivido y lo valoramos. Realizamos un análisis de todo aquello que hemos hecho, que hemos vivido. Pensamos en los objetivos anteriormente planteados y si los hemos conseguido o no.
Tanto es así que esta etapa de valoración vital alcanza su punto álgido a partir de los 60 años. Aquí disminuyen los objetivos vitales (grandes propuestas o planes en relación al rumbo de nuestra vida) y las expectativas, centrándonos en analizar todo aquello que nos ha ocurrido, la vida que hemos llevado.
Este aspecto está muy bien reflejado en la teoría de desarrollo psicosocial que planteó Erik Erikson.
Erikson fue un psicólogo que elaboró una teoría según la cual el desarrollo psicosocial de las personas tienen lugar en ocho etapas. Cada etapa genera un conflicto psicológico, que cada persona resuelve con dos resultados posibles.
Para Erikson, la última etapa de nuestras vidas se caracteriza por un conflicto psicológico que nos plante el siguiente dilema: integridad o desesperación.
Según él, en la última etapa de la vida realizamos una valoración de toda ella. Nos centramos en analizar todo aquello que nos ha ocurrido, y generamos menos expectativas y planes.
La resolución que llevamos a cabo de este conflicto nos puede llevar a la desesperación o a la integridad.
La desesperación aparecería en aquellas personas que no aceptan el transcurso que ha tenido su vida, o alguna parte de ella. Son personas con remordimientos, lamentaciones y pesares respecto a lo que podrían haber hecho y no hicieron.
Sin embargo, la integridad la alcanzarían aquellos que consiguen realizar una valoración psicológicamente sana de su vida. Han aceptado lo que han vivido, tanto experiencias positivas como negativas; han integrado su trayectoria vital como parte de su identidad.
Esta segunda opción sería la más sana y adaptativa desde el punto de vista psicológico. Lo que vivimos forma parte de nuestra identidad, de nuestro yo, nos define como personas.
Todas las experiencias que vivimos nos moldean, nos van definiendo y caracterizando, al igual que un escultor realiza con su piedra. Asumir estas vivencias e integrarlas como parte de nuestra identidad nos permite avanzar desde el bienestar.
¿Qué hacemos si nos sentimos desesperados?
Cuando nos sentimos inseguros de lo vivido, nos lamentamos y arrepentimos de lo que hemos hecho, experimentamos un sentimiento de insatisfacción vital. Esta, a su vez, despierta desesperanza, ya que concebimos que no hemos hecho lo correcto y se agotan las posibilidades para corregirlo.
Este sentimiento de desesperanza puede llegar a provocarnos un bajo estado de ánimo y una baja autoestima, en tanto que las experiencias vividas como decíamos nos definen como personas.
La perspectiva ideal es integrar las experiencias de forma positiva como parte de nuestra vida; concebir lo vivido como algo esencial y necesario que nos describe y caracteriza.
Las experiencias vitales tienen un carácter tanto positivo como negativo, de las cuales siempre podemos extraer algún aprendizaje. Estas enseñanzas nos permiten seguir creciendo y desarrollándonos como personas.