Al rey Seko le gustaban mucho los dragones. Era una auténtica pasión lo que tenía por este tipo de extrañas criaturas. Las paredes de su palacio estaban llenas de pinturas de dragones, los suelos lucían con mosaicos de dragones, en los salones había dragones esculpidos en estatuas, en frisos…
Una mañana, al levantarse el rey Seko, abrió la ventana que daba a los jardines de palacio… y cuál sería su sorpresa al ver un gran dragón que, asomándose por ella, le mostraba su rostro. Nunca había visto un dragón real a pocos metros de él.