Revista Cultura y Ocio

El club de los muertos vivientes -relatos cortos-

Por Orlando Tunnermann

EL CLUB DE LOS MUERTOS VIVIENTES -RELATOS CORTOS-

Morgana observaba la lluvia a través de los desvencijados maderos del tren de mercancías abandonado. Sonrió con efímera tristeza. El dibujo del cisne y la doncella se borraría por completo. Hugo se disgustaría mucho y empezaría a execrar a la lluvia en ese tono suyo que parecía el prólogo de una batalla entre bandas enemigas. Había pasado toda la noche pintando sobre los listones del tren legendario que en su día recorriera cientos de kilómetros desde Madrid hasta Monforte de Lemos. Ahora dormía, ignorante del destino tan aciago que había recaído sobre su más reciente obra. Esmeralda, su inseparable concubina, estaba a su lado, acurrucada como un armiño aletargado. Erik leía en un rincón "cuentos" grotescos que narraban historias fantasiosas sobre superhéroes japoneses. Le encantaba perder el tiempo con semejantes naderías. Morgana permaneció un rato más de pie, inmóvil, escuchando cómo la lluvia golpeaba cantarina contra los raíles oxidados de la antigua estación de trenes en el Paseo de las delicias. La lluvia martilleaba contra la madera como si una legión de cuervos se hubiera posado sobre el tejado y con sus picos alargados y afilados trataran de hacer un boquete por el que entrar en bandada.

La nueva se instaló una vez más en sus pensamientos. Cassandra. Tan solitaria ella, tan sibilina, a todas horas cargando con esa guitarra estrafalaria decorada con pegatinas y brillantina, tocando, componiendo. Había rechazado su magnánimo ofrecimiento de unirse al club de los muertos vivientes. ¡Pobre ignorante! No se apercibía todavía de que en el orfanato lo mejor que se podía hacer, si querías sobrevivir, era buscar el amparo de los suyos. Todos respetaban y temían a Morgana. Nadie se metía con el club de los muertos vivientes. Podía desdeñarla, olvidarla, por supuesto, pero su implacable negativa hacía que la conquista de su voluntad fuera aún más emocionante. Cassandra parecía una bella princesa de cuento desterrada. En sus cabellos rubios destacaban unas mechas salvajes de color rojo y negro. Nada ni nadie le importaba. Rechazaba el contacto con los demás, se mostraba huraña y desagradecida, silente y reservada, como si el mundo a su alrededor fuese un planeta desconocido que no tuviera la menor intención de salir a explorar. Impenetrable como una muralla de acero y hormigón, los chicos se estrellaban contra su gélido desprecio cuando la cortejaban como ineptos galanes de telenovela.
Podía ignorarla, musitó para sí Morgana, permitir que se desvaneciera con las sombras de su soledad. Podía permitir que los demás la devorasen viva y la convirtiesen en el despojo donde se descargan las frustraciones y la rabia de cada uno. Pero el recalcitrante desdén de Cassandra hacía que su deseo de acercarse a ella y reclutarla fuera incluso más vehemente. Algún día serían grandes amigas, lo presentía, pero como todo lo que merece la pena en la vida, ése sería un camino largo y lleno de dificultades. Solo la perseverancia lograría desenmarañar el sendero espinoso que atoraba la única vía de acceso a la enigmática chica del cabello rubio y las mechas rojas y negras. Erik acababa de decir algo en un tono cargado de precipitación y alarma. Al principio no le entendió, tan embebida como estaba en sus pensamientos. Pero enseguida reaccionó y descifró el mensaje, que le llegó desmembrado, como una canción sin estribillo.
Faltaba menos de media hora para que esa bruja de Amalia iniciase la ronda matinal por los pasillos, estancias y dormitorios. Debían regresar sin demora al orfanato. Temía tanto la cólera de esa endriaga como de perder el respeto de quienes la obedecían ahora sin cuestionar ni una sola de sus decisiones u órdenes. La gente sólo acata las normas a través del miedo. El miedo es el catalizador que convierte a los más duros en leales y sumisos servidores. Así lo había aprendido ella misma de su mentora, una loca despiadada a quien habían degollado en un callejón de mala muerte de la zona de Chueca. No sentía su pérdida, al contrario. Con su muerte, el mundo era un lugar más seguro donde vivir. Morgana se enfundó en su chaqueta negra de cuero y se dispuso a recoger precipitadamente los restos de la pantagruélica cena. Nadie debía averiguar quelos huérfanos del club de los muertos vivientes tenían allí su hogar cuando la noche caía implacable sobre el hospicio de las rosas negras.

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