Revista En Femenino

Enseñar a perder

Por Mamaenalemania
Reconozco que a mí los juegos de roles no me divierten nada. Estoy convencida de su importancia para el desarrollo social del niño, por supuesto, así que, cuando toca, me meto escrupulosamente en mi papel de paciente, cliente de la tienda, princesa secuestrada (pero aquí elimino la ñoñez típica y colaboro en mi salvación, faltaría más, que estamos en el s. XXI), alumna aplicada o dragón asesino, según las circunstancias.
Pero no me divierto mucho con esto. A mí en realidad lo que más me gusta es hacer puzles, dibujar, colorear y los juegos de mesa varios. La alegría que me dio descubrir juegos de mesa en versión infantil fue tal que casi los compré todos de golpe: el Memory, el Quips, el Camelot junior (este lo recomiendo especialmente, es impresionante)…etc.
Por supuesto, como madre súperorgullosadesuhijosúperlisto, con poco más de un año ya tenía un par de juegos de mesa (que son a partir de 2,5, o sea, en realidad a partir de 3). Al principio eso de jugar a un juego pues como que no. Miraba las piezas o cartas, las lanzaba al aire, las volvía a mirar, las dejaba, las cogía otra vez y construía una torre atrapaprincesas o las cocinaba. El caso es que, según fue creciendo y comprendiendo más, lo de jugar al juego en sí (y no con él) empezó a funcionar. Está claro que, si jugamos los dos al 100%, gano yo, que para eso soy más mayor y sé contar o tengo memoria suficiente como para recordar dónde están las 2 cartas iguales entre 24 nada más. Así que al principio le dejaba ganar…
Claro, la ilusión que le hacía acertar, lo contento que se ponía, lo como un pavo que se inflaba ahí todo orgulloso, pues no me podía resistir. Y de esta manera, mi niñosúperlisto llevaba ganando más de un año a todo lo que jugaba y ya no era sólo súperlisto, sino que también era un poco súperarrogante: Ya nada de chispita “lo he conseguido” en sus ojos cuando ganaba. La chispita era ahora “lo ves? Hala chínchate, soy mucho más listo que tú”. Y por eso no estaba dispuesta a pasar. No por orgullo, no. Pero no creo que sea bueno para su salud mental enseñarle en casa (o dejarle creer) que es el mejor del mundo y que luego salga al mundo exterior y se dé cuenta de que no y se acompleje, pierda confianza en sus padres… yo qué sé, que no sea feliz, vamos.
Así que me propuse enseñarle a perder.
Para que no fuese muy “traumático” (jaja), lo hice despacito. Tampoco era plan de que mamá, que llevaba siendo una pardilla un montón de tiempo y no daba pie con bola, de pronto se convirtiese en Einstein. Y ahí que el juego quedaba cada vez más empatado y él más empapado en sudor, de lo mal que lo estaba pasando al ver que perder era realmente una opción.
El caso es que llegó el día en el que le tocaba perder. Yo jugué sin límites ni miramientos, tal cual jugaría con otro adulto. Pero pasó ese día y el siguiente y el siguiente y el siguiente y nada, no había manera. Lo que parecía tan fácil al principio (ganar a un niño de 3 años) resulta que no lo era tanto.
En realidad no es tan grave: Si el niño ha nacido con una flor en el culo, pues suerte que ha tenido. Pero yo seguía empeñada en que perdiese alguna vez, que se cogiese el rebote del siglo, montase el pollo y tener que explicarle, en vivo y en directo (pero eso sí, con mucho amor que para eso soy su madre), que no pasa nada por perder, que no es importante, que no cambia nada, que sigue siendo súperlisto y que, además, por qué se puede enfadar él si mamá nunca se enfada cuando pierde?
Pero no había manera, oye, así que tuve que recurrir a… las trampas.
Cabizbaja estoy confesando un golpecito de más en el dado aprovechando un despiste, o el levantamiento disimulado de varias cartas del Memory hasta dar con dos iguales... Yo, la Madre, la que le tiene que inculcar valores, dignidad, integridad y demás –dad, colándosela a un niño de 3 años a la Oca!!
Pero ¿qué opción me quedaba si no perdía por sí mismo ni por asomo?
El consuelo que me queda es que ha aprendido a perder (aunque a veces le siga sentando mal). Y mañana me lo llevo a echar la quiniela…

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