Revista Opinión

La carta traidora (I)

Publicado el 27 abril 2021 por Eowyndecamelot
La carta traidora (I)Tras las marismas, los muros del monasterio…

(viene de) No hice ninguna pregunta estúpida. No dudé de la agudeza de mis oídos ni de la claridad de mi mente. Ni siquiera se me pasó en la cabeza que Cristophe me estuviera haciendo objeto de una broma pesada. Ya nada me sorprendía. Era una traición más. Un traición más en una larga lista. En una larga lista que posiblemente yo me había merecido, y me seguía mereciendo, con creces.

Cristophe me miraba con preocupación, mientras me zarandeaba suavemente.

–Eowyn, ¿estás bien? Reacciona, por favor.

Sólo entonces comprendí que me había quedado muda. Que, a pesar de todo lo que creía, estaba tratando de asimilar la información.

–Estoy bien –dije–. Necesito un trago.

–Vamos a la taberna del puerto –sugirió él.

–Demasiado lejos –objeté–. Dudo que pueda llegar hasta allí.

En efecto. Sentía las piernas débiles. Cristophe lo notó y me ofreció su brazo. No suelo aceptar ayuda de hombres, pero aquello era un gesto de amistad, y como tal lo tomé. Apoyada en Cristophe, y sin pronunciar una palabra, entramos en la taberna más cercana a la casa templaria, normalmente frecuentada por sus integrantes en sus escasas horas de asueto. No pensé que podría encontrarme con algunos de ellos, Tampoco me habría importado, pero no sucedió y, la verdad, mejor así. No era la mejor taberna de Barcelona. Pero en aquellos momentos el hecho me traía sin cuidado.

Nos sentamos en los primeros lugares que encontramos vacíos. Cristophe se apresuró a pedir una jarra de vino caliente con especias.

–Creo que te sentará bien –me dijo–. Eowyn, la verdad, no me esperaba que te lo tomaras de esta manera. Ya sé que llevas mucho tiempo sirviéndoles sin recibir demasiada recompensa a cambio, ya sé que, a tu manera, hasta los aprecias un poco, en general… y en particular. Es injusto, pero tiene que haber una explicación. Debe de haberse producido algún tipo de malentendido. Y entre los dos vamos a descubrirlo.

Yo sólo le escuchaba a medias. Tenía la vista fija en el vacío.

–Cristophe… cuéntame una cosa.

Él respondió, solícito.

–Lo que quieras. Dime.

–¿En qué me estoy equivocando? ¿En qué me he equivocado siempre, toda mi vida?

Él se inclinó sobre la mesa.

–No sé por qué dices eso. No creo que hayas cometido más errores que la mayoría de las personas –se encogió de hombros–. Todos metemos la pata, tomamos malas decisiones, nos dejamos llevar por lo que se supone que debemos hacer, o de pronto nos arrastra una emoción momentánea y la cagamos… No sé –se estiró de la barba–. O nos dejamos manipular por los que son más listos o más poderosos que nosotros… Pero tú tienes bastante sentido común, en general. Creo que casi siempre actúas como debes.

Escanció la bebida, que una amable camarera acababa de dejar a nuestro alcance. Bebí un sorbo de la mía. Aunque parezca mentira, hay momentos en que ni el alcohol ayuda.

–Pues entonces –contesté yo, con voz aparentemente calmada–, explícame por qué voy de traición en traición, de abandono en abandono. Nunca nadie parece valorarme por lo que soy, sino por lo que significo o lo que tengo. Para mi familia, sólo fui una mercancía de compra y venta, porque resulta que alguien quería adquirirme aunque no sé la razón, solo que no podía tener que ver con mi valía como mujer ni como persona. La gente que me ha contratado, lo ha hecho por lo que yo pudiera conocer o representar, en lugar de por mis supuestas habilidades y conocimientos. Los templarios solo me reclamaron por ese absurdo poder adquirido de viajar en sueños al futuro, o lo que sea que me suceda en ese sentido, pues cada vez lo entiendo menos. Pero no han tenido ningún problema en utilizarme a su antojo, obligándome a renunciar a mi vida propia para luego dejarme en la estacada. Y para muestra un botón. Cristophe, ¿tan poco valgo como ser humano y como profesional que todo el mundo se empeña en usarme y tirarme?

Cristophe dio un golpe en la mesa, que a punto estuvo de derribar la jarra. La salvé en última instancia. Yo podía estar anímicamente hundida, pero Dios o el diablo me concedieron una habilidad especial para no dejar derramar una gota del preciado líquido producto de las uvas. Aunque en ese momento no me estuviera haciendo ningún efecto.

–Me fastidia mucho que te pongas en plan autocompasivo –su tono era áspero y airado, aunque, a medida que hablaba, se fue dulcificando–. Creo que manejas la espada mejor que nadie que haya conocido. Cuando pones tus cinco sentidos en la lucha, es muy difícil que alguien pueda vencerte. Conozco pocos rivales a tu altura, y Guillaume y Ricardo lo saben bien. Y en cuanto a tu personalidad, has demostrado ser una de las personas más leales, justas y valerosas que he conocido. Sí, aunque presumas de lo contrario. No digo que no tengas tus defectos: no aguantas las críticas, bebes como un barril sin fondo, juras como un templario, y no te gusta la mayor parte de la gente que conoces, eso sin mencionar que eres de espada fácil y poco aficionada a pagar tus deudas. Pero no hay nada malo en ti, o al menos, nada peor que en la mayoría. Sé que llevas mucho dolor dentro, pero no es tu culpa.

Las palabras de Cristophe me calmaron algo, pero no me convencieron.

–¿Por qué entonces, Cristophe? No entiendo nada. Y me pongo muy nerviosa cuando no entiendo nada.

Él se encogió de hombros.

–Quizá sólo sea tu destino. O que no has nacido para vivir en este mundo. No le des más vueltas y trata de olvidarlo, de momento. Averiguaremos qué se esconde tras esta intriga sin pies ni cabeza.

Bebí otro trago, más largo ahora. El brebaje me calentó el estómago y el corazón. O tal vez fue saber que, a pesar de todo, no estaba completamente sola.

–Si al menos hubieran dado la cara… Asquerosos cobardes… Mucho valor en el campo de batalla, y todas esas historias, y luego no tienen huevos para decirle a una empleada de poco pelo que está despedida. Aunque, en honor a la verdad, debo decir que los templarios no son los primeros que me echan por la puerta de atrás. Es igual. Me cago en todos sus muertos. Joder, ¿qué coño diría esa puñetera carta? Porque estoy segura que todo empezó con ella.

Cristophe compuso una expresión de sorpresa, y yo recordé que no sabía nada acerca de aquel tema. Cuando acabé de explicarle la historia, se rascó la calva, concentrado.

–Bueno, eso puede aclarar algo. Cuando, tras hablar con Frey Pere, dejé a Sibila, así es como se llama la pu… la prostituta, a cargo de la cocinera, me encontré con Ricardo, que me dijo que se marchaba a toda prisa porque iba detrás de una pista. Justo cuando él salía apareció Guillaume, acompañado de Yannick. Llevaba una carta en la mano y subió a toda prisa hacia los aposentos de Frey Pere. No entendí a qué venía tanta prisa, ni cómo podía haberse recuperado en tan corto tiempo, pero no lo relacioné con nada especial. Después, estuve un rato ayudando en las caballerizas, y fue poco tiempo después cuando el comendador nos convocó a todos en el patio de armas y nos comunicó que el guerrero seglar llamado Enrique –por ese nombre se me conocía entre los templarios que ignoraban mi identidad femenina– estaba proscrito de la orden y debía ser prohibida su entrada al recinto de la encomienda.

Apreté los labios, pensativa…

–Pues yo todavía lo entiendo menos. Ya me había dicho el médico que Guillaume había recibido una carta de la encomienda, pero ¿qué cosa, relacionada conmigo, podría ser tan urgente como para hacer que Frey Pere lo convocara? Sobre todo, sabiendo que era mejor que no se moviera mucho, al menos en un par de días.

Cristophe asintió.

–Tú conoces a Frey Pere mejor que yo pero, tal como lo veo, en esas circunstancias antes hubiera él ido personalmente a hablar con Guillaume a casa del médico. Que el bretón quisiera reunirse con él en cuanto llegó a la casa templaria no significa que fuera el viejo quien le escribiera…

–Pero –completé yo– si la carta no venía de Frey Pere, ¿quién era el remitente? ¿Un anónimo en mi contra? ¿Alguien que desvelara mis malas costumbres y mi corrompida moral? Guillaume me conoce perfectamente, y nada de eso le importa…

–… aunque solo sea porque es el beneficiario de algunos de tus numerosos pecados –añadió el champañés, guasón.

Le ignoré.

–¿Alguien que me acusara de traidora? Si es así, él me habría preguntado a mí en primera instancia. O eso creo, al menos. Maldita sea, me conoce desde hace años. Hemos pasado de todo juntos. Si es tan fácil convencerle de que le he traicionado, apaga y vámonos. Cuelgo la espada y me dedico a la cría de caracoles silvestres. Pero ¿sabes, Cristophe? Ya lo resolveremos mañana. Hemos acabado el vino, y ahora solo tengo ganas de volver a mi casa y dormir. Además, Ricardo dijo que se pasaría a visitarme, y si es así quizá pueda sonsacarle algo. Aunque, tal como han ido las cosas, lo más seguro es que no aparezca.

Cristophe me miró con semblante fingidamente escandalizado.

–Eowyn, por favor… No me digas que también has logrado arrastrar a Ricardo hacia la concupiscencia. Muchacha, modérate un poco.

Yo compuse una perfecta pose de dignidad ofendida.

–No solo te atreves a poner duda mi virtud –él remedaba, mientras tanto, histriónicos gestos de disculpa–, sino que, por si fuera poco, tu mente calenturienta se ceba con San Ricardo Virgen y Mártir, sabiendo que ni la misma Helena de Troya podría conseguir que desenfundara su daga para el ataque. Anda, vámonos y paga, que te toca, y no olvides confesar mañana tus malos pensamientos.

Ya nos habíamos levantado, después de que Cristophe aligerara el peso de las monedas de su bolsa sobre la manchada y estropeada tabla, cuando la puerta de la taberna se abrió. Instintivamente, fijé mis ojos en ella, y tuve tiempo de distinguir, en la personana que entraba, un rostro barbudo oculto en las profundidades de una capucha. Todo ello, un segundo antes de que las bisagras rectificaran el camino que habían seguido, y la hoja de madera volviera a cerrarse con estrépito.

–¡Cristophe, es él –grité, y sin más explicaciones me lancé en persecución del fugitivo, por segunda vez en menos de un día. Estaba segura de que se trataba del mismo elemento que había huido de nosotros en el palacio, aunque solo fuera porque tantas fugas estaban empezando a resultar anormales, y cuando me encontré en el exterior y le vi correr como un fraile tras su pitanza, aún estuve más segura. Y no iba a escapárseme por segunda vez. Oí la puerta de la taberna de la taberna abrirse y cerrarse de nuevo tras de mí, y la voz de mi compañero, entre jadeos:

–Pero ¿qué pasa?

–¡Calla y corre! –le espeté, sin descanso en mi carrera. Unos metros más allá, vi que se escapaba por Portaferrisa, que aún estaba abierta, y me precipité tras él. Sin embargo, tras atravesar el torrente de la Rambla (afortunadamente, no había llovido mucho aquella primavera) y adentrarme en la zona de marismas y huertos de su margen derecha, no tardé, a pesar de todos mis esfuerzos, en perderlo de vista. Cuando me enfrenté cara a cara con la dura realidad, agotada y mojada hasta el tuétano, me dejé caer sobre el primer trozo de tierra seca para recuperar el resuello, no sin antes descargar mi fracaso pegando un puñetazo al árbol que tenía más cerca, con lo que solo conseguí hacerme daño en la mano. Cristophe se apoyó en la misma planta arbórea, un momento después, apretándose el pecho con la mano izquierda.

–Yo ya no tengo edad para estas cosas –desde que había cumplido 34 años, o eso creía, pocos días atrás, el de Troyes se sentía próximo a la senectud–. Además, ¿te has dado cuenta de que tenemos las botas empapadas? Creo que en las mías se han metido las aguas más pestilentes de estas asquerosas lagunas. Aaaaagh. Y ¿se puede saber a qué han venido estos juegos olímpicos de Barcelona?

–Para eso aún falta –contesté, entrecortadamente–. Cristophe, era el mismo hombre de ayer. Y se ha vuelto a escabullir, maldita sea la leche que mamó.

Él se sentó en el suelo a mi lado.

–Míralo por el lado bueno. Al menos ya sabemos de quién huye. Ha de ser de ti o de mí.

–De mí –respondí con convencimiento–. He visto sus ojos clavados en mi rostro antes de que saliera como diablo persiguiendo a un alma. Ha sido solo un instante. Y además…

Él me animó con un gesto a que continuara.

–Y además, creo que le conozco –terminé–. No soy muy observadora. Pero hay algo en él, en su forma de moverse, que me resulta familiar. Sin embargo, no puedo recordar nada más.

Nos quedamos un momento en silencio. Después, y, obedeciendo a una súbita idea, me incorporé.

–Vamos a intentarlo –dije a mi amigo–. Estamos en el camino de Sant Pau del Camp. Pronto llegaremos a los terrenos del monasterio. Si es listo, no se habrá desviado mucho de esta zona, so pena de meterse en algún cenagal. Quizá encontremos alguna pista de por dónde puede haberse metido.

Me dirigí hacia el monasterio, decidida. Sentí que Cristophe rezongaba a mis espaldas, y yo conprendía que tenía razón. El sol ya se había puesto, y apenas quedaban unos destellos del atardecer que iluminaran el sendero. Estábamos presentando una firme candidatura para una emboscada, pero algo me decía que el desconocido de largas piernas era, si no la clave, una pieza importante en aquel rompecabezas. Así que me recogí la melena bajo la cofia, que se me había desenlazado con la galopada, y desenvainé la espada, antes de seguir. Tras las marismas, vimos la explanada, con el edificio destacándose al este de nuestra posición, pero sin ninguna señal de nuestro objetivo.

–Nada –dijo Cristophe–. De verdad, Eowyn, creo que por hoy ya hemos cumplido con creces nuestro deber. Anda, vamos a tu casa, y nos preparas un rico estofado a Ricardo y a mí, como una buena amita de tu hogar. Te dejaré roer los huesos.

Un entrechocar de metales cercano le libró de un directo a la mandíbula. Nos miramos.

–Viene de detrás del monasterio –dijo él. Se dirigió hacia allí, seguido por mí. Al doblar la esquina del muro del cenobio, al lado de un portezuela lateral entreabierta, encontramos una estampa inesperada. Ricardo, que a aquellas horas debería estar casi a punto de llamar a mi puerta, se encontraba haciendo frente a las espadas de tres hombres, mientras protegía con su cuerpo a la mismísima Sibila que, a su vez, en aquellos momentos, tendría que hallarse sana y salva tras los muros del Temple de Barcelona. Al parecer, el universo conspiraba en mi contra para que yo no dejara de tener problemas. Suspirando, me metí en liza junto con Cristophe. La noche empujaba su negrura hacia nosotros tan deprisa como el mal se expandía por el mundo, pero pude notar que ninguno de los encapuchados era aquel a quien habíamos perseguido.

–¡Ya vamos, Ricardo! ¡No los mates a todos tú solo! –oí vocear a mi compañero, siempre tan bravucón. El individuo que me había tocado en el reparto era una mole informe que se movía con torpeza y que adiviné perteneciente a la soldadesca de peor calaña y procedente de las callejuelas más sórdidas de la ciudad, aquella cuyas espadas podías alquilar por poco menos de un cuartillo de vino. No me costó ni dos envites herirle en el muslo, aunque no con la gravedad suficiente para que se echara a correr, en una costumbre que parecía estar de tendencia aquellos días, seguido por sus compañeros, que estaban igualmente siendo acorralados por los míos. Me lancé en su persecución, pero los muy gallinas se perdieron entre la vegetación de las marismas, de nuevo. Yo me volví hacia Cristophe y Ricardo, que parecían tan frustrados como yo, mientras Sibila me ojeaba con actitud pesarosa, aunque agradecida. Miré a los dos últimos, con los brazos en jarras.

–Muy bien. Ahora ¿quiere alguno vosotros explicarme qué demonios está pasando aquí?

(la semana que viene, más)


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