Revista Opinión

La noche de los fugitivos

Publicado el 03 septiembre 2020 por Eowyndecamelot

La noche de los fugitivos

(viene de)

Tengo que decir que, aunque el panorama actual no era demasiado alentador, había escasos momentos en que podía ver la parte positiva. La parte llena de de la botella. El pedazo de cielo azul donde ya habían escampado los nubarrones. Después de todo, contaba con un trabajo más o menos seguro, una casa para mí sola (bien sabe el diablo que en mi vida había gozado de tal privilegio) y, justo en aquel momento, tenía entre mis brazos a uno de los caballeros más cotizados de la Corte, a pesar de su condición (o, quizá debería decir, justamente gracias a su condición). Aunque también es verdad que la popularidad de la que disfrutaba Guillaume entre las damas no afectaba positiva ni negativamente a mi juicio. Sencillamente, las circunstancias nos habían llevado hasta aquel punto y se hacía lo que se podía.

Así que en ello estábamos, bien concentrados en el proceder, cuando algo que sonó como un terremoto sacudió mi pequeña vivienda. El suelo, las paredes y los escasos muebles vibraron como azogados, y de verdad que nos hubiéramos echado en el suelo a rezar el Miserere mei, Domine, si el estruendo, que procedía de la entrada, no hubiera venido acompañado por unas igualmente estentóreas voces.

–¡Eowyn! ¡Eowyn! ¡Abre, en el nombre de Dios! Ha pasado algo y no encontramos a Guillaume por ninguna parte. ¡Eowyn! ¿Estás ahí? ¡Por todos los santos, contesta!

Yo miré a Guillaume, él me miró a mí, y ambos miramos al arcón que, al lado de la cama, contenía mi ropa. Lamentablemente, era demasiado pequeño para albergar el largo cuerpo del bretón, por lo que tuve que optar por una solución alternativa.

–¡Un momento, que he atrancado la puerta! Espera… –mientras tanto, me adecentaba a toda prisa, y Guillaume hacía lo mismo–. Ya va, ya va… –me esforzaba en recuperar el resuello–. Ya está, te abro.

Hice lo dicho, y ante mí vi al poseedor del vozarrón, Ricardo, en un estado de agitación bastante considerable. A su lado, más tranquilo pero algo contrariado, estaba Cristophe.

–Adelante –dije yo–. Guillaume está aquí. Le he mandado llamar para… contarle lo que había pasado, y bueno, esas cosas –el aludido, he de decir que en perfecto estado de revista, se apresuró  a ir al encuentro de Ricardo, el cual, centrado en el propósito de su visita, no hizo ningún comentario ni paró mientes a lo extraño de la situación. Cristophe, por el contrario, me pegó un codazo y me guiñó un ojo, haciendo un gesto obsceno con las manos, a lo que yo le respondí con una patada en la espinilla, que por cierto que le quitó las ganas de bromear a mi costa. Mientras tanto, el capitán de la guardia real miraba a Guillaume con aire desolado.

–Mi querido hermano –Ricardo bajó la cabeza en actitud contrita–. Te he fallado. No podré perdonármelo nunca, pero por mi culpa ha sucedido justo aquello que debíamos evitar.

Nos sentamos en los bancos que rodeaban la mesa. Cristophe se ofreció a traer vino de la alacena, puesto que sabía bien dónde encontrarlo (Cristophe siempre sabe dónde encontrar vino, en todas las circunstancias y en todos los lugares. Nació con un olfato tremendamente desarrollado a este respecto) y, realmente, al menos Ricardo lo necesitaba, y mucho.

–Está bien, hermano. Cuéntamelo todo sin omitir detalle. Y tranquilízate. No tengo ninguna duda de que has actuado como debías.

Ricardo acabó de apurar su vaso y se secó el sudor de la frente, antes de comenzar un prolijo relato, como era habitual en él.

–Todo parecía tranquilo. Habíamos hecho las rondas pertinentes alrededor del palacio, y yo esperaba el relevo de Cristophe. Fue entonces cuando oímos el barullo producido por el ataque a Eowyn. Reconocí su voz, así que me lancé a socorrerla junto con unos cuantos hombres, pero dejé a una parte de la guardia ante el palacio. Cuando todo hubo acabado, y después de cerciorarme de que ella estaba bien, volví a mi puesto con Cristophe. Cuando llegué, vi a los soldados algo turbados y, al preguntarles, me dijeron que en aquel corto espacio de tiempo, un noble, con cartas del rey de Francia que le acreditaban como su emisario, se había presentado al galope, solicitando una urgente entrevista con el rey. Al decirle que éste no se hallaba en palacio, pidió ver al Mayordomo o al noble de más alto cargo que sí se encontrara, argumentando que portaba una misiva importantísima de su monarca, que alguien les había atacado para intentar robarla, y que creía que aún le iban detrás. Iba acompañado de su mujer y de un criado, así como de una pequeña guardia de cuatro hombres. Además, vestía con ropajes que acreditaban un alto rango, aunque venían sucios y rotos, como si el viaje hubiera sido ajetreado, y miraban continuamente a su alrededor, igual que si se sintieran perseguidos. En vista de las circunstancias, y puesto que su aspecto confirmaba su historia, y los documentos su cargo, dos guardias les condujeron a entrevistarse con el Mayordomo a la sala de las recepciones, donde justamente se celebraba una cena con la reina, altos cargos de palacio, y diversos nobles. Todo ello sucedió menos de un minuto antes de llegar nosotros, por lo que nos fue imposible hacer algo al respecto. Guillaume, no seré capaz de perdonármelo nunca. Pero aún puedo entrar allí y sacarlos a espadazos, si hace falta, aprovechando que todos duermen. Sólo necesito tu permiso.

Guillaume había permanecido circunspecto y meditabundo durante todo el parlamento de Ricardo.

–Supongo que tienes una descripción del embajador en cuestión… –dijo al fin.

–… y es perfectamente compatible con el hombre sobre el cual teníamos que estar alerta, sí –contestó el templario–. No tengo la seguridad completa, pero…

–No te preocupes. Comprobaremos su identidad antes de hacer cualquier cosa. Pero, en el caso que se trate de él, creo que ha cavado su propia tumba.

Asentí.

–Cierto. Parece que la cárcel le ha ablandado el cerebro –acordé–. Aunque tampoco fue nunca San Isidoro de Sevilla, en realidad. Pero todo esto me parece torpe y precipitado, incluso para él.

Cristophe y Ricardo, que aún no sabían a quién buscábamos, nos miraron extrañados.

–No os preocupéis –les tranquilizó Guillaume–. En seguida os lo explicaré. De momento, tenemos tiempo, por lo menos hasta la mañana. No creo que esta noche haga otra cosa que dormir, y ni Blanca ni el rey llegarán antes del anochecer del próximo día. Lo que significa que tenemos unas cuantas horas para trazar un plan y ejecutarlo. Y vamos a empezar ya.

–Te veo preocupada –inquirió sutilmente Guillaume, mientras nos dirigíamos de nuevo al palacio del rey, un par de horas después–. ¿Otra vez los malos presagios?

Yo negué con la cabeza.

–No. O sí. No sé. Hay algo que me inquieta, y no sé qué es. Supongo que debe ser que todo lo que se refiere a Esquieu me trae muy malos recuerdos –por enésima vez, recordé aquel negro día en Corbera d’Ebre. Guillaume meneó la cabeza, descontento.

–Deberías dejar de culparte ya. Tú no asesinaste a Guifré ni diste motivos a Esquieu para que lo hiciera.

Pero me porté como una estúpida, pensé yo. Me dejé llevar por mis instintos y en ningún momento pensé que mi actitud podría tener consecuencias en otras personas. Y, sin embargo, permanecí en silencio, dejando que Guillaume creyera que me había convencido. Estábamos llegando a la puerta, donde Cristophe había ocupado de nuevo su puesto.

–¡Alto ahí! –nos detuvo nuestro compañero, siguiendo el guión que habíamos acabado de pergeñar hacía escasamente una hora y esgrimiendo su lanza en nuestra dirección–. ¿Qué se os ha perdido por aquí en estas horas del diablo?

Guillaume se quitó la capucha de su manto.

–¿No me reconoces, Cristophe? Soy Guillaume de Nantes. La reina me invitó a la cena de esta noche. Le advertí que llegaría tarde, puesto que unos encargos de la Orden me han retenido en Palau, pero aun así me instó a que no dejara de venir.

Cristophe le miró con una desconfianza mal disimulada totalmente fingida. No había venido al mundo con ni las mínimas cualidades para la comedia. Pero Guillaume era un buen maestro.

–Me temo que nadie me ha informado al respecto, hermano. Y siendo así…

–Vamos, buen amigo –Guillaume sonrió, amable y bienhumorado–. No querréis tener problemas. Soy bien conocido en la Corte. Os propongo una cosa: acompañadme a la sala de recepciones. Si mi pretensión es vana, os doy permiso para echarnos a mí y a mi criado –yo, naturalmente, bien disfrazado para que no me reconocieran los guardias– con cajas destempladas, y hasta una patada en los huevos, si os apetece.

Sin más comentarios, y refunfuñando ostensiblemente, el infiltrado atravesó el cuerpo de guardia (donde despertamos al pobre Ricardo, que no parecía que fuera descansar mucho aquella noche), y se dirigió al patio, acompañándonos a Guillaume y a mí. De pronto, una figura salió de las sombras, y se dirigió a nosotros con gesto amenazante.

–¡Os voy a meter a todos la espada por el culo, intrusos hideputas! –nos increpó. Yo reconocí al bravucón.

–No es momento de chanzas, Yannick –el jovenzuelo era otro de los templarios infiltrados–. Por poco nos das un susto de muerte. Menos mal que ya te conocemos.

Él hizo un gesto con la mano, quitando importancia a su extemporánea broma, mientras el resto le dejaban por imposible.

–Sois tan sosos que me limitaré a daros las noticias de manera oficial, seria y aburrida. En el dormitorio de los guardias dicen que el estirado del Mayordomo no se ha dignado a llevar a los visitantes ante la reina ni les ha invitado a la sala de recepciones, pero sí que ha cometido el error de llevarles a la cocina, donde han arrasado con todo lo comestible. De hecho, la dama ha sido la que más ha engullido. Y en cuanto al vino, ni os cuento. Aquello parecía una reunión de frailes benedictinos. Así que ahora roncan como cerdos entre unos gases capaces de ahogar a un basilisco… No, no he subido. Pero puedo imaginármelos, según como hieden sus guardias en el establo.

La tan gráfica descripción me hizo sonreír.

–Muchas gracias, Yannick –apreció Cristophe–, por tu completísimo relato. Quizá hasta un poco más de la cuenta. Anda, guíanos hasta allí. Y vosotros, tapaos la nariz y la boca con el manto, por si este mozalbete no exagera. Con menos se contagió la última peste.

Dejamos la sala de recepciones a nuestra derecha, donde vimos (mejor dicho, escuchamos) que la fiesta aún se prolongaba. Me imaginé que aquella juerga tendría una finalidad política, porque, por lo que yo sabía, raramente el rey lanzaba una iniciativa de aquel tipo sin esperar ningún beneficio a alguna de sus ambiciones. Aunque el que no estuviera presente me descolocaba un poco. Pero ya habría tiempo para pensar en aquello, y de momento seguimos nuestro camino con total discreción hasta llegar a los establos, cercanos a la cocina, en el otro lado del patio.

–Continúo pensando que es mejor que subamos arriba y esperemos a comprobar si el visitante es realmente Esquieu antes de neutralizar a sus escoltas –susurré yo–. En cuando más lo pienso, más extraño me parece todo esto.

Guillaume se atusó la tupida barba.

–Es razonable lo que dices, ya te lo dije. Pero, en el improbable caso de que el de arriba se nos escape, así nos aseguramos de que no recurrirá a sus hombres. Sabéis perfectamente que en esta operación nos estamos jugando nuestra posición en palacio, con lo que la cautela ha de ser total.

–Y, además, tampoco vamos a cargárnoslos, después de todo –le apoyó Cristophe–. Aunque, por mi parte, creo que sería lo más práctico.

–¡Por el amor de Dios! No podemos ir matando a destajo como salvajes. Somos caballeros cristianos. ¡Y estamos en el siglo XIV! –intervino Ricardo, escandalizado.

Pero ya llegábamos a nuestro destino, con lo que la charla se interrumpió. Entramos en aquellas dependencias y, tras señalarnos Yannick a los interfectos, procedimos a incrementar el período que los aludidos habían de permanecer en brazos de Morfeo, gracias a unos pedazos de tela y a un mejunje que algunos templarios herboristas habían elaborado en el laboratorio de la encomienda. Después, los sacamos fuera y los ocultamos bajo unas mantas de caballo viejas, mientras Cristophe refunfuñaba contra aquella absurda manía templaria de no matar a nadie si no era estrictamente necesario.

–Perfecto –dijo Guillaume–. Y ahora, subamos.

Aparentando un paseo distendido entre soldadesca, hacia allá nos dirigimos. En aquel momento, una hombre salió de la sala donde tenía lugar el festín, con la indecorosa precipitación del que necesita encontrar un retrete de inmediato, so pena de que sus ropas pagaran las consecuencias. No hicimos caso, pues nuestra infiltración nos cubría de toda sospecha, y seguimos fingiendo que rondábamos tranquilamente por el patio, en amigable charla. Pero el desconocido se quedó de una pieza al vernos y, tras echarse el manto sobre la cabeza, se lanzó a correr en dirección opuesta a la que estábamos. Guillaume sólo lo meditó un segundo:

–¡Vamos, tras él! –nos instó a mí y a Ricardo, que éramos los más rápidos del grupo. Salimos disparados hacia allá, pero el comensal a la fuga parecía estar azuzado por el miedo, aparte de conocer mucho mejor que nosotros los entresijos del palacio. Así, después de un rato de rondar entre las distintas dependencias, nos vimos obligados a admitir que nos había dado esquinazo, y tuvimos que volver con los demás con las manos vacías y un dolor de piernas considerable.

–Nada. Se nos ha escapado –explicó Ricardo entre jadeos.

Yo, aún intentando recuperar el resuello, había ido a preguntar a los guardias de la puerta y volví con la respuesta.

–Ha pasado delante de la guardia como una exhalación. No nos han podido ni decir si le conocían. Lo siento, era como si le hubieran injertado unas patas de liebre.

Guillaume resopló.

–No lo entiendo. ¿Por qué huía de nosotros? No parecemos más que unos simples soldados, excepto yo, claro. Pero no tiene sentido. Por cierto, ¿habéis podido verle la cara?

–No, por desgracia –respondió Ricardo–. Entre la oscuridad y su afán por ocultarse… Ahora no podremos describirlo a nadie para que nos digan qué saben de él, y ahí dentro debe encontrarse esta noche la mitad de la nobleza de la Corte de Aragón y parte del extranjero.

–Intentaré averiguar algo discretamente –apuntó el bretón– porque esto no me gusta nada. Pero ahora seguimos con el plan origi…

Pero no habían acabado los sobresaltos por aquella noche. Por la puerta, situada al lado de la sala de recepciones, por la que se accedía la parte más privada del palacio, se asomó otra silueta. Ésta era indudablemente femenina, bastante alta, y a la escasa luz nos pareció ataviada con caros ropajes. Antes de salir, miró a ambos lados y, al vernos, se estremeció. Pero, a diferencia del anterior, pasó delante de nosotros sin correr, aunque con paso ligero, obviando obsequiarnos ni con un ínfimo saludo. Escamado, Guillaume salió tras ella, seguido por Cristophe y Ricardo, y fue entonces cuando la mujer se lanzó a la carrera hacia la salida. Yo opté por no perseguirla, porque pensé que no me necesitarían, y porque ya me había dado bastantes correteos por aquella noche, qué cojones. Sin embargo, aquello había cogido a mis compañeros por sorpresa, y ella pudo desparecer por la entrada al recinto y perderse en la noche, iluminándose sólo con una antorcha, antes de hubieran podido siquiera llegar a acercársele.

–¿Habéis visto?  –venía diciendo Ricardo, refrendado por enérgicos asentimientos de Guillaume, y por Cristophe, que no dejaba de rascarse el pelado cráneo como si quisiera extraer alguna idea de su cerebro–. Esa mujer estaba aterrorizada. Como el hombre de antes.

–Seamos positivos –les dije–. No podemos hacer nada de momento. Además, es posible que nada de esto nos ataña. La gente de palacio es muy rara.

Aún con la inquietud y aquella especie de enigma rondando por nuestras cabezas, entramos en el palacio y subimos las escaleras. Una vez arriba, Yannick nos señaló la habitación que buscábamos y, tal como habíamos quedado, nos dispusimos a entrar Guillaume y yo, que éramos los únicos del grupo que conocíamos a Esquieu, en aras a una mayor rapidez y cautela.

Abrimos la puerta con cuidado. El novicio, aleccionado por Cristophe y Ricardo, había tenido la precaución de engrasar sus goznes previamente. Allá dentro, la oscuridad era completa, pero nosotros llevábamos una vela oculta bajo nuestro manto, ya que era necesario ver la cara de los futuros secuestrados antes de que lo fueran en presente, o bien exponernos a un conflicto internacional, y hasta nacional. Esperábamos que ninguno tuviera el sueño muy ligero (aunque eso parecía poco probable dado lo que, según Yannick, habían comido y bebido, mi proverbial mala suerte nunca me abandonaba), porque si no íbamos a tener que recurrir a los métodos de Cristophe, por muy inocentes que fueran aquellos individuos y por muy civilizados habitantes del siglo XIV que nos consideráramos. Con ayuda del resto de luz arrojado por las teas del pasillo que entraba por la rendija de la puerta, y una vez nuestros ojos se acostumbraron a la oscuridad, nos pareció distinguir tres camas mal colocadas en medio de un revoltijo de hatillos y trastos varios. No parecía que el Mayordomo real se hubiera tomado demasiadas molestias por alojar convenientemente a Esquieu y a los suyos, tal vez ocupado con el banquete, y eso me confirmó que el traidor había elegido un día muy poco idóneo para presentarse en el palacio, sobre todo si teníamos en cuenta que mi ataque y la distracción que supuso implicaba una exhaustiva investigación anterior. Pero Guillaume me condujo hacia la primera cama y acercó ligeramente la vela, que ya había encendido, a la cara de su ocupante.

–Es él, sin duda –dijo, sin sorpresa alguna, al cabo de un segundo.

–La cárcel ha hecho estragos en su aspecto, entonces –contesté yo–. No acierto a reconocerle.

–Fíjate bien. No puede haber errores.

Yo nunca he sido una gran fisonomista, y mi cerebro tenía la prerrogativa de no archivar nunca las cosas inútiles y desagradables, cualidades ambas que estaban muy presentes en el rostro de Esquieu. Pero me rendí a la evidencia.

–Sería demasiada casualidad que un parecido tan notorio viniera acompañado de las mismas circunstancias que esperábamos. Ha de ser él.

–Pues nos lo llevamos, y a su criado. Y esa debe de ser la mujer… –se acercó al lecho en cuestión, para al retirar la manta vio que debajo sólo había un lío de ropa–. Maldita sea, ¿dónde se ha metido?

Me encogí de hombros, resignada.

–Pues habiendo un buen orinal debajo de esta cama –señalé– sólo cabe una respuesta posible: que se ha fugado. Probablemente, o bien le pagaron o bien la obligaron a acompañarles, y en cuanto pudo tomó las de Villadiego. Espero que esto no nos dé problemas, pero de momento no podemos hacer mucho más.

Así, empleamos nuestro elixir de Morfeo, y tras pocos pataleos y manotazos ambos volvieron a pastar en las praderas oníricas como dulces ovejitas. Guillaume cogió al criado, que era un joven bastante pesado, mientras que yo me encargué de arrastrar a Esquieu, poco más grande y corpulento que yo.

–Yo diría que era la mujer que se nos escapó –comentó Guillaume mientras realizábamos la operación–. Ahora entiendo su miedo. Este par de bellacos no la debieron de tratar demasiado bien. De De Floyran me puedo esperar cualquier cosa.

Después de salir y cerrar la puerta, Guillaume se echó al hombro a Esquieu, mientras que Ricardo y Cristophe llevaban en volandas a su criado. Por mi parte, yo abría la marcha con Yannick, asegurándome de que nadie se cruzara en nuestro camino. Pero, cuando llegábamos a las escaleras que nos habían de conducir al patio, nos pareció ver una sombra agazapada en un rincón. Pensé que sería el fugitivo de la fiesta que había vuelto a acabar la oscura misión que sin duda estaba llevando a cabo (no se me ocurría una explicación mejor) pero, cuando la luz de las antorchas incidió de pleno sobre el lugar, vimos que se trataba dos jovencitas que, al parecer, se habían refugiado en la escalera para hablar de sus cosas. No tenía ni idea si eran de la familia real o invitadas, ya que los cotilleos sobre la Corte no son de mi gusto, pero, fueran quienes fueran, tenían edad de estar ya desde hacía tiempo en la cama. Ay, los progenitores modernos… y luego querrán que les lleguen vírgenes al matrimonio y todo. Qué lástima que las nuevas generaciones no sigan mi honrado y casto ejemplo. Las muchachas, cuando nos vieron, ahogaron un grito e iban a huir (de nuevo). Pero Guillaume reaccionó a tiempo.

– “In taberna quando sumus…”¡hip!… “non curamus quit sit humus…” ¡hip! –canturreó desafinadamente con voz de borracho, tambaleándose y haciéndonos tambalearnos a todos–. Gentiles doncellas, lamentablemente… ¡hip!… nuestros compañeros han bebido demasiado, y ahora… ¡hip!… no encontramos por dónde salir de este condenado palacio. Decidnos, por favor, ¿la puerta está arriba de las escaleras –y señaló las que descendían– o abajo? –e hizo un ademán en dirección de las que subían–. ¡Hip!

Pero las dos jovenzuelas continuaron mirándonos horrorizadas; estaban en una edad sensible, y por alguna razón (que no acierto a entender) debimos de resultarles tremendamente sospechosos. Hasta que una de ellas, algo más decidida que la otra, tomó a su compañera de la manga y se lanzó escaleras arriba a toda prisa (en lo que parecía ser ya una costumbre muy molesta de las gentes de aquel palacio. A ver, éramos feos, pero ¿tanto?),  gritando:

–¡Socorro! ¡Auxilio! ¡A mí la guardia!

De acuerdo. Ya sé que unas pobres adolescentes no tenían la culpa de nuestros problemas, pero la misión en la que estábamos metidos no era precisamente baladí, así que antes de escuchar la orden de Guillaume ¡A por ellas!, ya nos habíamos lanzado en persecución de las adolescentes Ricardo y yo, dejando a los durmientes en manos de los otros. En seguida las alcanzamos (menos mal que al parecer no habían dado clases de maratón con los otros dos) y, con mucha sutileza y un par de bofetadas, las sujetamos entre el suelo y nuestros cuerpos.

–Estaos quietecitas y no os pasará nada –les dije a ambas–. Mi compañero aquí presente es un caballero, pero yo no apostaría que el calvo ése de atrás no fuera a tener alguna mala idea. Escuchadme: somos guardias del rey y estamos aquí en una misión de espionaje. Creemos que uno de los nobles de la fiesta, un extranjero, quiere asesinarlo por razones políticas. Necesito que nos guardéis el secreto o, de lo contrario, nuestro soberano se enterará y os castigará como sólo él sabe y puede hacer. Así que os marcháis a vuestra habitación y cerráis la boquita, o caerá sobre vosotros la furia de Aragón. ¿Estamos?

Yannick se acercó a mí.

–Haced caso a mi compañera, por favor. Le brindaréis un gran servicio a la Corona. Estoy seguro de que veneráis a nuestro monarca tanto como nosotros.

El aspirante pestañeó un par de veces, y creo que aquel argumento fue decisivo. Las chicas, apaciguadas por la carita angelical de Yannick (todo fachada, evidentemente), dejaron que las liberáramos sin hacer ruido, y se dirigieron a sus habitaciones, temblorosas y sollozantes, pero en el fondo satisfechas de haber protagonizado una gran aventura. Guillaume me miró con admiración.

–Vaya. Eso ha estado bien.

Hice un ademán indiferente.

–Bah. Yo también he sido una niña aburrida y deseosa de vivir grandes historias. Además, no lo habría logrado de no ser por aquí el galán –señalé a Yannick.

–Pobrecitas –contestó éste, demasiado ufano–. Si supieran que mi corazón sólo pertenece al Temple…

–Eso espero por tu bien –refunfuñó Ricardo, que era el responsable de su adiestramiento.

–¿Y a qué venía lo del calvo con malas ideas? Yo no tengo malas ideas. Y no soy tan calvo –terció Cristophe, picado.

–Bueno, menos cháchara. Ya falta poco –zanjó Guillaume.

Así, nos reagrupamos y seguimos nuestro camino, transportando a los durmientes, sin más encuentros que un par de borrachos que salían de la fiesta y se dirigían a sus casas en sus carruajes, bien escoltados por sus criados, y sin siquiera detenerse a mirarnos. De esta manera, llegamos al establo, donde acomodamos a los guardias, a Esquieu y a su criado en un carro, y los tapamos con las mismas mantas que habían ocultado a los primeros. Cristophe se secó el sudor con el dorso de la mano: más que cansado, se sentía sobrepasado por la magnitud de aquella misión.

– Decididamente, a ninguno de los huéspedes reales parecía gustarles nuestras pintas. Si salimos de esta hoy, me voy de peregrinaje a Santiago. O mejor, estoy un mes sin beber.

–Sí, claro. Y yo me paso a los cistercienses a cultivar el huerto. Champañés, que te conozco –saltó Ricardo.

Subimos al carro, Ricardo y Cristophe en el pescante, el primero conduciendo a los caballos. Era muy bueno con los animales, al igual que su compañero mintiendo descaradamente. Si tenía alguna duda…

–Compañeros –se dirigió a los guardias de la puerta–, vamos a llevarnos a estos buenos hombres a sus casas. Al parecer, no estaban tan acostumbrados a beber como creían.

–“In taberna quando sumus…”–refrendó Guillaume.

–Tampoco te pases –le dije entre dientes, mientras me hacía la dormida.

Atravesábamos ya los muros del palacio, para dirigirnos a la encomienda, donde Guillaume quería interrogar a Esquieu antes de devolverlo a la cárcel de la que jamás debería haber salido. Yo iba a permitirme respirar de alivio: Cristophe tenía razón en sentirse agobiado. Aquella acción trascendía nuestras costumbres habituales, y podía traernos muchos problemas si alguien llegara a averiguar lo que había pasado, sobre todo a los templarios, aunque también a mí de rebote. Y, aparte, desde el primer momento hubo algo en todo aquello que no me convencía, aunque aún no sabía si se trataba del plan, de las circunstancias, o de ambas cosas. Y entonces…

Fue como si llovieran. Como si nos llovieran. Sentí como si salieran de todas partes. Debían de estar escondidos en las sombras, en los portales, en las callejuelas, alrededor de todo el perímetro del portal de acceso al palacio. Guillaume, Yannick y yo fuimos apeados del carro por la fuerza. No pude ver si a Ricardo y a Cristophe les había pasado lo mismo, aunque era de esperar. Dos individuos me sujetaron y me golpearon, de manera parecida a lo que había sucedido apenas unas horas antes, pero esta vez nadie pudo venir a echarme una mano y, sin posibilidad apenas de defenderme con los puños, y mucho menos de sacar la espada, acabé en el suelo sintiendo que mi consciencia se desvanecía.

–Eowyn, despierta, por favor.

Las palabras llegaban a mis oídos como si hubieran atravesado nubes de algodón, y las caras de Ricardo y Cristophe tardaron en hacerse nítidas en la niebla que nos rodeaba.

–Ya está, ya está… –dije. Me incorporé muy despacio. El carro había desaparecido, y sólo vi, apoyados en una pared contraria, a Yannick y a Guillaume. Éste se agarraba la parte izquierda del pecho, mientras el primero le sostenía.

–Estoy bien –el bretón se antepuso a mi pregunta–. Apenas ni me ha rozado.

Apoyándome en mis compañeros de la guardia, me acerqué a él. Efectivamente, la herida no parecía ser gran cosa. Pero aquello no mejoraba lo que había sucedido, y el capitán de nuestro pequeño grupo lo verbalizó.

–Esto ha sido un auténtico desastre. El peor desenlace para la noche más ajetreada. Tenía que haberlo previsto. Tenía que haber tomado más precauciones.

Me gustaba que los jefes hicieran autocrítica. Pero en ese caso, Guillaume estaba siendo injusto consigo mismo.

–No podías saberlo. Nadie podía saberlo. Yo presentía que había algo extraño, pero nunca habría imaginado que… Hay aquí mucho más de lo que creíamos.

Cristophe meneaba la cabeza, contrariado.

–Si es que esta noche no teníamos que haber salido de la taberna –se quejó.

(continuará…)
ó

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