Revista Cultura y Ocio

La lista de rodolfo cortés ii

Por Orlando Tunnermann
LA LISTA DE RODOLFO CORTÉS II
Ninguna de las chicas era Amanda. El chivatazo que había recibido de labios de Rogelio Arnaud desembocaba en una vía muerta acompañada de una irrecuperable pérdida de tiempo.
La taberna “Mogadiscio” era poco menos que un muladar humano donde cohabitaban un puñado de “odaliscas” desterradas que acataban toda índole de vejaciones con el beneplácito de una caterva de proxenetas de semblantes torvos y catadura moral inexistente.
El remedo de Amanda se marchaba a casa. Se despidió con excesivo afecto de la matrona y de uno de los guardaespaldas, a quien llamó Max.
Rodolfo Cortés se sentía frustrado que decidió contrarrestar su desplome anímico interrogando a la contorsionista. La siguió en su Cadillac hasta la calle del Obispo Frutos. A los pocos minutos se encendió una luz en la segunda planta del número 6.
El conserje, un hombre de avanzada edad y que ya comenzaba a acariciar las mieles de la jubilación, le confirmó que Roxana vivía en el segundo derecha.
No le llevó más de tres minutos doblegar la precaria cerradura de su “ratonera”. El piso era pequeño y humilde. Planeaba entre penumbras la esencia decrépita de la sórdida realidad de los apuros económicos de su moradora.
El papel de la pared, de color óseo, aparecía enmohecido o arrancado como por acción de un brote de locura. El suelo de madera estaba sucio y en mal estado y de los techos, altísimos, pendían anacrónicas arañas del siglo XIX.
Rodolfo escuchó el inequívoco sonido del chorro de la ducha cuando e su furtiva incursión llegó hasta el salón.
Era un espacio oscuro y claustrofóbico donde casi resultaba risible una mesa redonda preparada para dos. Sobre un mantel rojo estampado con borregos blancos había dos velas encendidas. Una cena romántica…
Durante una fracción de segundo le pareció tentadora la idea de irrumpir en el cuarto de baño para echarle un buen vistazo a la anatomía desnuda de Roxana.
Enseguida reconsideró el verdadero motivo de su intrusión.
Rodolfo se dirigió al dormitorio. Completamente rojo y de estética oriental, estaba pertrechado con una cama estrecha y rudimentaria, un biombo naranja salpicado de grafía china y mobiliario espartano, como de celda de monja de clausura.
Junto a la yacija había una pequeña cómoda con tres amplios cajones. Los dos primeros contenían un profuso alijo de trebejos de sex-shop: revistas, vídeos, mordazas, lencería de cuero, bolas chinas, vibradores…
El continuo fluir del agua le animó a explorar el último.
En su interior no había nada relacionado con las artes amatorias. Sus manos removieron con nerviosismo carpetas, álbumes de fotos, documentos…
Le revolvía el estómago la dichosa burocracia: papeleo, documentos por doquier estampados con timbres y firmas, sellos, apostillados, cláusulas…
Al azar abrió un álbum de fotos verde en cuyo lomo podía leerse: CARTAGENA.
Rodolfo Cortés esbozó una sonrisa triunfal cuando reparó en la mujer que aparecía en casi todas las instantáneas junto a un hombre negro y hercúleo a quien reconoció como Max, uno de los gorilas del “Mogadiscio”.
Roxana Hart lucía un color atezado espléndido en todas las fotos, tomadas en Cala Cortina, la playa del barco perdido o la de Levante.
La exótica bailarina tenía un aspecto muy diferente al actual: ojos negros, pelo oscuro y ensortijado, un metro setenta como mucho…
Acababa de encontrar a Amanda.
Se desvaneció su euforia cuando escuchó el ruido de la puerta que se abría. Amanda tenía visita.
Tenía que esconderse… detrás del biombo.
Una voz autoritaria y varonil saludó a Amanda. Hablaban en susurros… eso no podía ser bueno.
La intuición del rufián le conminó a abandonar su escondite y buscar otro más seguro, agazapado bajo el catre.
A los pocos segundos escuchó los pasos del gigantón recorriendo la casa. Le había descubierto… ¡de algún modo!
Rodolfo Cortés echó mano de la pistola que custodiaba en el bolsillo interior de su chaqueta vaquera. Se preparó para una más que probable refriega.
Estaba dentro, el matón. Bajo la cama, Rodolfo pudo ver unos zapatos negros… un 43, tal vez un 44, alineados frente a las chanclas blancas calzadas por unos pies delicados y femeninos.
-No hay nadie, cariño. Puedes quedarte tranquila. La cerradura me pareció forzada, pero obviamente me he equivocado.
Era una voz potente.
-¿Entonces te vas ya? –Rodolfo Cortés creyó descubrir apremio en las palabras de Amanda-
-Sí, me marcho. Regreso al “Mogadiscio”. Te quedas sola, pequeña. Si alguien intentó colarse en tu piso, obviamente era un inútil o cambió de idea en el último momento.
¿Por qué hablaban tan alto? Había algo artificioso y doloso en la extraña conversación. Le sonaba a Rodolfo a diálogo ensayado, una perorata que tuviera la pareja que repetir hasta la saciedad para interpretar en un recital de teatro amateur.
No le gustó nada que el acompañante de Amanda se hubiera referido a él como un inútil. Pero no podía hacer nada con eso ahora mismo…
-¿Estarás bien?
¡Pues claro! Deberías irte ya. Ahora que has pasado a verme me he quedado mucho más tranquila.
Rodolfo Cortés suspiró aliviado cuando escuchó cómo se cerraba la puerta. Espero unos minutos y salió de debajo de la cama.
Sorprendió a Amanda en el salón. La mesa para dos seguía dispuesta para la celebración de un momento íntimo y mágico.
Era extraño. En la conversación no se había hecho la menor referencia a la cita. Podían existir múltiples explicaciones, claro… pero… algo no encajaba.
A grandes zancadas, Rodolfo irrumpió en el salón con la pistola en la mano derecha. Amanda se llevó las manos a la boca, alarmada, en un ademán de sobresalto que parecía espurio e intencionado.
-¡No me mates! ¡Por favor! No tengo mucho dinero pero haré lo que me pidas.
Las palabras de Amanda no eran las de una persona aterrada. Persistía la sensación de amaño chapucero.
Rodolfo captó un movimiento repentino tras las cortinas, estampadas con rombos rosas, grises y negros. Se giró para encañonar a Max, el gorila del apurado perfecto y el traje plateado de diseño a medida.
El grandullón guardaespaldas esperaba aquel enfrentamiento y fue mucho más veloz. Le perforó el torso con una ráfaga de proyectiles de potencia descomunal que envió su magro cuerpo a la otra punta del salón.
Mientras volaba por los aires como una pluma rota y disparaba su arma, observando cómo sus balas se perdían entre los tentáculos de oro viejo de la araña que pendía del techo, sólo podía pensar en el crujido de una puerta que se cerraba para despedir únicamente a los fantasmas del silencio. Max jamás salió, estuvo todo el tiempo tras la cortina de rombos de colores.

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