Revista Cultura y Ocio

Martes, 4 de noviembre de 2014

Publicado el 04 noviembre 2014 por Benjamín Recacha García @brecacha

escribiendo

Hola, Toni.

Estoy leyendo Para ser novelista, de John Gardner, uno de los libros sobre escritura que me pasaste. Es muy interesante. Bueno, hay cosas muy interesantes y otras que, en mi opinión, no lo son tanto. Estoy de acuerdo con bastantes de las cuestiones que plantea, pero con otras no me identifico en absoluto.

Últimamente he leído varios artículos de escritores sobre el proceso creativo y he participado en algún post en Facebook donde se debatía sobre el tema. Llevaba días pensando en que en la siguiente carta me apetecía centrarme en lo que nos motiva a escribir y en cómo saber si algo está listo para ser leído por otros, así que a ver en qué acaba resultando el batiburrillo mental que tengo liado. Confío en ser capaz de explicarme.

He empezado hablando sobre el libro de Gardner y los posts de escritores porque me he dado cuenta de que hay una idea bastante generalizada respecto al proceso creativo que podría resumir en una reflexión con la que me cuesta mucho identificarme: “sin (mucho) sufrimiento no hay recompensa (y a menudo ni así)”.

Gardner es categórico afirmando que para escribir una novela que valga la pena pueden pasar años. Corrijo. Más que “pueden” él es de la creencia que “deben” pasar. Da mucha importancia a la formación, no como un filtro exclusivo, sino como la vía imprescindible para aspirar a crear arte. Para él cursar estudios superiores es una baza, pero, sobre todo, cualquier aspirante a escritor debería leer tanto como sea capaz, literatura contemporánea, pero, sobre todo, a los clásicos.

Es un tipo con una larguísima trayectoria como profesor en talleres de escritura, que lo ha leído todo, y que habla con tal autoridad sobre lo que es “bueno” y lo que no lo es que a mí me provoca cierto rechazo. Me sucede siempre que leo tanta rotundidad referida al oficio creativo. No estoy en absoluto de acuerdo con quienes afirman sin lugar a dudas que escribir es un camino tortuoso, en cuyo trayecto el autor está continuamente tentado de tirar la toalla, y al final del cual la mayoría de veces no nos espera nada halagüeño.

En base a esa corriente, según la cual para llegar a ser escritor hay que comer todo el barro del mundo, llenar cajas de manuscritos que jamás verán la luz porque antes preferiríamos que un ser gelatinoso llamado Kevin-11888 nos devorara a pedacitos bien pequeños, yo nunca seré un escritor aceptable. Yo soy crítico con mi obra, pero no me identifico con esa forma de trabajar, que parece la norma en el gremio, autocrítica hasta la obsesión. No creo que haya que reescribir cien veces algo para dejar de considerarlo una basura. No me avergüenzo de mi trabajo. No me pongo una pistola en la sien (sé que es una exageración dramática, pero lo he leído por ahí) cuando me quedo bloqueado, ni, por supuesto, jamás he detestado tanto algo que haya escrito como para plantearme medidas tan drásticas.

A veces, leyendo esas reflexiones tengo la impresión de ser un bicho raro. Veo que hay muchos escritores que conciben la creación casi como un castigo. Están condenados a escribir por toda la eternidad y no hacen más que vomitar palabras de las que se arrepienten en el mismo instante en que aparecen en el papel o en la pantalla. No lo entiendo, de verdad.

Leo a Gardner, una eminencia en el mundo de la docencia literaria, un escritor reconocido; leo a escritores más o menos consagrados y a otros que apenas han publicado, y tienen en común esa característica que a mí me resulta tan extraña. A ver, que yo no vivo el proceso creativo montado en una nube de algodón de azúcar con la que atravieso mundos de arco iris repletos de pajaritos que me cantan al oído mientras les doy de comer maíz, por supuesto, con banda sonora de Disney. Lo disfruto y lo sufro. De hecho, disfrutar la escritura lleva implícita cierta dosis de sufrimiento. Pero los buenos momentos superan con creces a los malos. Por lo menos en mi caso, y lo que me hace sentirme un bicho raro es que parece que la norma no es ésa.

Cuando escribo suelo pensar muy bien lo que quiero expresar antes de redactarlo. Cuando acabo un párrafo o una escena (a veces pasa, que te sale del tirón) repaso lo escrito y casi siempre cambio algo. Si lo leo un tiempo después normalmente vuelvo a retocarlo. Pero de ahí a martirizarme por cada palabra, cada coma, va un mundo. No sé, pienso que si escribo algo es porque entiendo que vale la pena, porque es lo que quiero expresar. Es imposible saber si a quien lo lea le parecerá interesante. No creo que exista una fórmula matemática que nos proporcione esa certeza. El sentido común me dice que habrá lectores que lo disfruten, otros a los que no les dirá nada y otros que lo considerarán una basura. Es imposible escribir a gusto de todos, y absurdo pretenderlo.

Enlazo aquí con otra cuestión que parece ser objeto de una polémica irresoluble: ¿para qué o quién escribimos? Yo no tengo duda: escribimos para ser leídos. En mi opinión, la creación literaria lleva implícita la lectura. No hay escritor sin lector. Con ello no quiero decir que uno no pueda considerarse escritor si su creación no es leída. Sin duda, todo aquel que escribe lo es. Pero aunque finalmente su obra acabe en un cajón, me resulta muy difícil creer que mientras la escribía no pensaba en hacerlo lo mejor posible para satisfacer a quien pudiera leerla. No concibo la creación de ficción literaria sin la voluntad de exponerla al público. Es obvio que podemos escribir como simple ejercicio, sin más pretensión que “entrenar”, pero cuando uno se embarca en un proyecto tan complejo como una novela no le veo el sentido a hacerlo por simple entrenamiento o por cualquier otro motivo que no sea el deseo de ser leído.

Escribir es un ejercicio íntimo, pero, sobre todo, creo que fue a Paul Auster a quien se lo leí, es una forma de establecer un diálogo único con cada uno de los lectores. Yo lo siento así. Cuando escribo pienso en quien acabará leyéndome. Intento imaginar que se lo estoy contando en persona, y siento que establezco un diálogo distinto con cada lector. Es una cosa muy difícil de explicar, pero es lo que hago, intento ponerme en su lugar, consciente, eso sí, de que intentar agradar a todos, como decía, es absurdo.

Escribir es un ejercicio repleto de incertidumbres. No ya pensando en lo que vendrá después, que, como hemos hablado a menudo, es un despiporre absoluto. No existen las fórmulas para garantizar el interés del lector, como tampoco las hay para saber cuándo algo está listo para exponerlo al público. Y ése creo que es un problema para muchos escritores: la autoexigencia excesiva lleva a una inseguridad permanente que hace dudar de cuanto se escribe, de forma que uno nunca está satisfecho del resultado. Pero digo yo que en algún momento hay que parar, ¿no? Sé que tú eres tu mayor crítico y probablemente no estés de acuerdo con varias de las cosas que he expuesto hasta ahora. Yo pienso, lo creo firmemente, que escribir con personalidad es un elemento clave para llegar a sentirse satisfecho con el resultado. Tenemos que dejar nuestra huella, que sea reconocible e inimitable. Todo se puede imitar, es evidente, pero siempre queda una, llamémosle “esencia”, que pertenece a cada persona de forma exclusiva. Yo busco esa esencia cuando leo y quiero creer que soy capaz de impregnar mis escritos con la mía propia. Si siento que lo que he creado lleva mi huella me siento satisfecho y no puedo avergonzarme de que otros lo lean, independientemente de las impresiones que genere.

Durante este tiempo he aprendido mucho. Leer opiniones diferentes a la mía, las críticas que he recibido, muchas positivas, y otras no tanto, pero siempre constructivas, me está ayudando a comprender mejor el proceso creativo y lo que viene después. Por ejemplo, críticas tan completas y complejas a El viaje de Pau como la que escribiste, y otras tan interesantes y aprovechables como la tuya, me han ayudado a comprender que una novela no se acaba cuando escribes “Fin”, que el proceso de revisión es fundamental para crear un producto redondo, por muy satisfecho que uno se sienta. Ahora sé que podría haber presentado una novela mejor de la que he publicado, aunque estoy muy orgulloso de ella y creo sinceramente que es una buena novela. Apuesto a que John Gardner no estaría en absoluto de acuerdo, pero no me importa demasiado, la verdad.

Lo más importante que he aprendido es que uno no puede editar su propia obra. La podemos corregir, retocar, releer mil veces y cambiar mil cosas, pero me he dado cuenta de que la forma más eficaz de editar una novela es que lo hagan otros. La conexión emocional que el autor tiene con su creación lo limita demasiado a la hora de tomar decisiones importantes respecto a ella. Así que tengo bastante claro que para editar la novela que estoy escribiendo recurriré a un/a editor/a profesional, que no editorial.

Lo dejo aquí. Quería explayarme más sobre la cuestión de la edición, pero lo haré en una próxima carta, porque es un tema lo suficientemente importante como para dedicarle una buena parrafada.

Antes de despedirme quiero compartir un fragmento del libro de Gardner con el que sí me siento identificado. Es una buena definición de lo que puede considerarse buena narrativa:

“La buena narrativa origina en la mente del lector un sueño vívido y continuo. Es «generosa» en el sentido de que es completa y autónoma: responde, explícita o implícitamente, cualquier pregunta razonable que el lector se pueda plantear. No nos deja en el aire, a menos que la propia narración justifique su inconclusión. No hay en ella juegos absurdamente sutiles, como si su autor hubiera confundido el narrar con hacer rompecabezas. No «pone a prueba» al lector exigiéndole que posea algún tipo especial de conocimiento sin el cual los acontecimientos carecen de sentido. En resumen, busca satisfacer y agradar, pero sin rebajarse para conseguirlo. Tiene categoría intelectual y emotiva. Es elegante, y efectiva con concisión; es decir, no hay en ella más episodios, personajes, detalles físicos o recursos técnicos de los necesarios. Tiene intención, finalidad. Proporciona ese placer especial que sentimos cuando contemplamos con admiración algo bien hecho. En otras palabras, al darnos cuenta de los auténticos logros del escritor, nos sentimos bien tratados; «¡Qué fácil parece!», comentamos, conscientes de lo espléndidamente bien que ha superado las dificultades. Y por último, en toda historia estéticamente lograda tiene que intervenir, como en la vida, lo extraño, por ordinarios que sean sus ingredientes.”

Un abrazo, amigo.


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