Revista Diario

Oda a la cebolla

Por Mamaenalemania
En mi familia política tienen una relación particular con la cebolla.
Para cocinar no, no os vayáis a pensar que es como en España, que la primera línea de toda receta es siempre igual: picar la cebolla y rehogarla unos minutos.
Aquí las cebollas son especiales: tienen propiedades curativas. Lo arreglan todo. Pero todo todo. Si te has caído, te puedes frotar la herida con cebolla (y morder un palo mientras para aguantar el picor). Si tienes una otitis de caballo, ponte un gorro con cebolla a la altura de la oreja (y compra 3 botes de champú para cuando te encuentres mejor). Si tu mujer lleva una semana con inoportunos dolores de cabeza antes de irse a la cama, ponle un poco de cebolla bajo la almohada, que no tendrá excusa (porque no se podrá dormir, entre otras cosas). Lo mismo si tu marido ronca (con un poco de suerte, no aguantará el pestazo y se irá al sofá a dormir).
El caso es que para cada incidencia que tenemos, siempre nos llega la receta mágica de mi biocuñada o de mi suegra (en caso de no localizar a la tía de los frasquitos) sobre cómo, dónde y cuánto tiempo hay que echar mano de la cebolla para que se nos pasen todos los males. Al médico igual se puede ir a los 15 días, cuando la fiebre no baja y la sordera se acentúa, por ejemplo. Pero si se puede evitar la visita (y la bronca, claro) pues mejor que mejor.
El sábado por la tarde, exactamente a la hora en la que estaban echando el cerrojo en todas las farmacias más o menos cercanas al mierdapueblo, dos oportunos goterones mucosos cayeron por la nariz del pequeño. Buscar una farmacia de guardia por aquí es como irte a tomar una cervecita: siempre sabes cuándo te vas pero nunca cuándo vas a volver. Así que, hasta el lunes, lo dejamos por imposible.
Entre llanto y llanto, el sábado por la noche debí de dormir unas dos horas (y el niño otras tantas). Una de ellas, por supuesto, al amanecer, cuando parecía que la congestión mejoraba un poco y justamente cuando el mayor, fresco como una lechuga, empezó a reclamar su desayuno.
El domingo, cuando mis reflejos antihierbas estaban claramente debilitados por mi estado trapil total, aprovechó mi suegra para intentar convencerme otra vez de las propiedades mágicas de la cebolla. Y caí, claro, ¡qué remedio! Así que el domingo por la noche, al acostar al pequeñín, deposité obediente un bol con cebolla picada al lado de su cuna.
A los pocos minutos (el tiempo en que tardó el cuarto en oler a puesto de Kebap), mi bebé oloroso dejó de roncar como un ogro. Y no hace falta decir que esa noche dormimos todos del tirón y como troncos. Así que, a pesar de estar tomándose sus jarabes e inhalar pacientemente todos los días, el niño sigue durmiendo con su cebolla al lado hasta nueva orden (o sea, hasta que se cure del todo). Por supuesto que durante el día están todas las ventanas abiertas, para mitigar un poco ese olor a sobaco turco que se respira por las mañanas en casa. Pero merece la pena, porque noches así, no teníamos desde hace tiempo.

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