Hace ya unos veinte años y Ángela (no recuerdo por cuánto tiempo llegó a ser novia mía) era una más de mis... Una más de tantas...¡Ah, juventud!
El caso es que se casaba una amiga de su trabajo (unos grandes almacenes de variados productos y ropas de ciertas hechuras clásicas y de inconfundible corte inglés, cuyo nombre he de obviar) e íbamos invitados a la boda.
-- ¡Podías haberte afeitado, por Dios! -me recriminó ella, camino de la Iglesia, sin fijarse siquiera en que por segunda vez en mi vida me ponía corbata.
-- Lo he intentado -le respondí-. Pero los coches que estaban detrás empezaron a pitarme.
Aparqué (es un decir) y cogidos de la mano nos encaminamos hacia la Iglesia. La ceremonia estaba en sus inicios.
-- ¡Está preciosa! -comentó Ángela en voz baja, refiriéndose sin dudas a una forma oronda y abestializada vestida de blanco y plantada frente al altar.
El novio, no obstante, embutido en un traje gris, era un tipo diminuto y ridículo, al que seguramente (siempre a mi modesto parecer) habían instigado a casarse medio minuto antes.
Acabó la ceremonia, tediosa como todas, justamente cuando lograba yo hacer flotar un tercer barquito de papel en la pila bautismal que tenía al lado.
¡Vivan los novios! ¡Vivan los novios!
Y risas y empujones y arroces zurcando el aire. Ángela me presentó a algunas compañeras de trabajo. Hola. Hola. Hola. ¿Qué tal? Encantado. Encantada. Hola. Hola.
El salón de celebraciones estaba lejos. Habíamos de dividirnos entre los coches disponibles. Ángela me presentó a Manolito.
-- Manolito -dijo-. Nuestro Manolito. Es nuestro enncargado de personal, ja...ah.
Manolito me sacaba tres cuartas. Un tipo a lo Bertín Osborne, alto, risueño, encantador, ¡oh!
Hola, Manolito, encantado, Manolito, qué tal, Manol...
-- ¿Tienes coche? -me espeta.
-- Claro. Tengo...
-- ¿Dónde?
-- Pues justamen...
-- Ok. Estas cuatro se vienen en el mío y estas tres que se vayan en el tuyo.
¡Vamos! Y todos contentos. Lo bien que organiza las cosas Manolito.
Manolito tiene un BMW, ¡qué guay! Y es precisamente el que está aparcado detrás del Simca de mi padre, que hoy me ha prestado.
-- ¿Pero dónde hay que ir? -pregunta alguna.
-- ¡Seguidme a mí! -dice Manolito.
-- ¡Manolito sabe! ¡Hay que seguir a Manolito!
-- ¡Vamos detrás de Manolito...!
Los huevos de Manolito y la madre que...
-- Saco yo el BMW -me dice Manolito-. Y tú sacas eso y te vienes detrás -añade indicando a mi Simca-. Ten cuidado con la farola esa.
Ten cuidado tú, me callo yo, se te vaya a meter por... Partimos. Ángela charla con sus tres compañeras, lujuria de muslos desnudos y tetas saltarinas en el asiento trasero de mi coche. Inclino un poquito el espejo retrovisor, así... Manolito frena delante de mí. Yo freno, detrás de él. Una chica grita, otra ríe. Escuchamos la música que escapa del coche de Manolito. ¡Pum, capúm, capúm! El coche de mi padre no tiene radio. Silbo.
Llegamos al salón donde ha de celebrarse el bodorrio. Aparco junto al coche de Manolito. Las chicas corren a abrazar a Manolito, como si hiciera meses que no lo ven. Manolito sonríe con suficiencia, como un melón empezado, y cuando está a dos metros de su coche vuelve el cuerpo, manipula con misterio en el bosillo de su pantalón y el coche hace ¡piú-piú! ¡piú-piú!, y parpadea dócilmente sus lucecillas. Las chicas abrazan a Manolito, encantadas. Ángela aprieta mi mano, emocionada y feliz. Yo miro al viejo Simca, con tristeza pero con apego.
A las puertas del salón, haciendo tiempo mientras llegan los novios, un tipo con dos patillas como dos rebanadas de pan bimbo pegadas bajo las orejas pasea entre los asistentes una bandeja con copitas llenas de manzanilla fresca. Tomo una. Manolito toma otra y la observa al trasluz, con pintas de enterado. Las chicas toman otra. Brindamos. ¡Por los novios! Por nosotros, que se jodan los novios. El sol, embravecido en un día azul, altera la graduación de la manzanilla. Manolito cuenta un chiste. Yo me río divertido, pero todavía no ha acabado. Me callo y busco con la mirada al tipo de las patillas. Me evado del grupo y cambio mi copa vacía por otra llena. Me la bebo de un trago. Está fresquita. El estómago, tan vacío como desagradecido, da un bote de escozor. Tomo otra copa y vuelvo al grupo. Hablan del trabajo. Ríen. Ángela está sonrosada. Todas las chicas están sonrosadas. Por efecto del sol. O de la manzanilla. O de las risas que Manolito con tanta facilidad arranca, vayamos a saber.
El coche nupcial aparece al fin, ¡vivan los novios...! Se abre una puerta y sale descorchada la novia, como la cría de un dinosaurio envuelta en papel de celofán. El bastidor del vehículo se lamenta. El novio aparece por la otra puerta, poquilla cosa, insustancial, apenas unos ojillos grises que asoman del interior de un traje gris. Me trae recuerdos remotos de algún personaje de los desiertos de la guerra de las galaxias. La cola del traje que arrastra la novia traza en la tierra el sendero por el que nos abrimos paso hacia el interior de la sala: mesas por doquier, sillas enfundadas de blanco con lacitos albero, albas mantelerías, reflejos de cristal en las formaciones marciales de botellas, vasos y copas. La gente se sienta, se levanta, se agita, se desplaza. Parientes de primer grado se abrazan con efusión, aunque vivan en la misma barriada y se vean sólo en las bodas y en los entierros. Tíos lejanos, primos remotos, sobrinos inverosímiles, se reconocen entre la multitud.
Los que no compartimos la misma sangre que la familia de los desposados nos sentamos en la mesa más alejada, reafirmando nuestra condición de advenedizos. Formamos una unidad amplia pero compacta de conocidos, compañeros, amigos o amigas del novio o la novia. Nos sentamos los primeros y aguardamos a que lo hagan los demás. Dudamos si empezamos a picar o aguardamos a que los novios lo hagan primero. Manolito se decide y abre una botella de manzanilla. Intentamos recriminarle, pero casualmente tenemos todos la boca ocupada de aceitunas, canapés y taquitos de queso. Yo abro otra botella. Corre la manzanilla, en nubes de cristal. Ángela ataca el plato de las brochetitas. Una de las chicas inicia una incursión por la bandeja de los langostinos. Manolito rellena las copas, ¡vivan los novios! Brindamos. Los novios siguen de pié. Desde mesas próximas a la nuestra, dedos trémulos y acusadores nos señalan. Pero la consigna que lanzamos es recogida con prontitud. Comienzan a descorcharse botellas de Rioja. El jamón vuela, los dados de tortilla italiana se resienten. Las gambas se entregan, dejándose desnudar. Los novios se sientan, qué le importa a nadie. Alguien alza su copa, vacía. Abro una botella más. Y Manolito abre otra. Y alguien que no conozco, otra. Bebemos. Reímos, sudamos. Una chica se atraganta con la anchoa de un canapé. Manolito cuenta un chiste sobre anchoas. Carcajeamos. El tiempo corre dislocado. Una orquesta en un ala extrema del gran salón irrumpe con un cóctel salvaje de salsas, boleros, merengues y rumbas. ¡Vivan los novios!, grita una voz. ¡Vivan!, gritamos nosotros y destapamos un par de botellas para brindar. Manolito tose, pero se aferra con fuerzas a la bandeja de pescado adobado, mientras la manzanilla le brota por la nariz. Ángela se ríe sola. Alguien se ahoga con un trozo de queso. Manolito se sobrepone y cuenta un chiste sobre ahogados. Nos reímos todos, aunque el final del chiste no se ha oído porque Manolito se cae debajo de la mesa. Lleno las copas. Brindamos por Manolito.
Saco a Ángela a bailar. Otras parejas nos imitan. Hay aplausos, jaleos, vítores. Manolito me quita a Ángela y deja entre mis brazos el cuerpo electrizado de María José, otra compañera. La chica agita sus caderas, con frenesí. Da un giro por el aire, como una bailarina profesional, y no la vuelvo a ver. Oigo un golpe, sí, pero muy lejano. Salto al frente y me apodero de Ángela. Ángela ríe. Un viejo lagañoso de nariz colorada me la quita. Vuelvo a la mesa y rebaño entre jadeos los culos de todas las copas de manzanilla a mi alcance. ¡Vivan los novios!, grito, pero no se me escucha. Me acerco babeando a la pista de baile. Diviso a Pilar, otra amiga, y la arrastro a mi lado. La orquesta ataca ahora los sones de Macarena -¡aaig!- y todo el mundo salta de sus sillas. Todo el mundo baila. La novia aparece en el centro de la pista, descocada y epiléptica, -aaig-, abiertas las piernas y alzados al aire los gruesos brazos ajamonados. La orquesta toca Macarena seis veces seguidas -¡aaig!- y la gente la vuelve a pedir. Busco a Ángela y no la veo. Bailo solo hasta que una señora entrada en años, creo que la madre del novio, me toma de la cintura. Acompaso a ella mis movimientos pendulares. La abandono y me siento en una mesa que no es la mía, pero que conserva botellas de vino aún intactas. Me sirvo gentilmente. Un anciano enfermizo me abraza emocionado cuando le cuento, entre sorbo y sorbo, que soy su nieto que ha vuelto de unas minas de plomo de Berlín. Lo dejo llorando y me lanzo a la pista, saltando hábilmente sobre la punta de un pié hasta que derribo dos percheros y aparezco en una de las fachadas exteriores del gran salón, donde el sol pega de plano y un tipo mea y se ríe de su propia corbata.
Meo yo también. Vuelvo adentro y busco a Ángela, pero no la hallo. Tomo asiento junto a un tipo gris, melancólico, con cara de aburrido.
-- Vaya mierda de boda, amigo -le comento, con la lengua estropajosa-. ¿Una copa, compañero...?
-- No bebo, gracias.
-- ¡Jaja! Pues si no bebes, mejor estás en tu casa, macho, porque aquí...
-- Ya lo he pensado, no te creas -me responde el tipo, suspirando-. Pero me temo que tengo que quedarme hasta el final.
Entonces me fijé en sus ojillos grises, que me recordaban a los de unos personajillos de los desiertos de la guerra de las galaxias.