Transcribo, sin añadir ni quitar coma, una carta que encontré entre las páginas de una novela policíaca, adquirida días atrás en una vieja librería del centro de Sevilla, más exactamente en un conocido mercadillo de libros usados. La carta tiene fecha de hace ya muchos años y tan sólo he cambiado los nombres propios. Ver la cara de tu amante, me ha hecho reparar por primera vez en la tuya, Ángela. Esto que lees, no se parece en nada a una novela policíaca de las que tanto gustas. Y como puedes observar, si en verdad lo fuera, pocos la leerían, porque la intriga ha quedado desvelada en la primera línea que he escrito: debes entender que lo sé todo. Y a partir de aquí, o seguir leyendo o conformarte con saber que se acabó el cuento: el de hadas de tu joven amante, el de terror de éste tu indeciso esposo. O el de viajes y aventuras donde has sido tú la intrépida protagonista durante no sé ni me importa cuánto tiempo. Ramón Conde -¿te suena?, ¿te sorprendes?- me ha parecido un jovencito de lo más encantador, así, visto a lo lejos, jaja. Si es un crío, Ángela, si es un crío, ¿cómo has podido...? Le doblas la edad. Es un crío a tu vera y ni siquiera he tenido valor para arrastrarlo por las calles, porque sé que lo engañas a él tanto como a mí. Los ojos de tu amante y los ojos de nuestros hijos, como los de cualquier niño, son tan parecidos... Gastan miradas que no temen al desengaño, porque ni siquiera imaginan que exista nada en otras miradas que pueda no ser tan noble como en las que en ellos centellea. Los ojos de ese Ramón y los ojos de nuestros hijos, ¿lo has pensado alguna vez?, son ojos condenados a deshoras a conocer el brillo de la perfidia, a perder por un ruin capricho ajeno (el tuyo) la facultad mágica del asombro, a no parpadear más delante de la cara de quien más confianza les mereció: tú. Tú, Ángela. ¿De veras que nunca te has dado cuenta? Me ha costado trabajo, pero no ha sido un trauma desolador dejar de amarte. Quiero decir, que parece cierto que tememos más a los sentimientos que a los hechos que los motivan. Que suele dar más miedo pasar miedo que plantar cara a la causa que lo provoca. Y eso debe de ser lo que me ha llevado últimamente a esquivar o a pretender eclipsar la certeza inexcusable de que algún día tendría que escribirte una carta como ésta, para decirte simple y llanamente que he dejado de quererte. Que ya no te quiero, Ángela. Y que ver la cara de tu amante me ha hecho reparar por primera vez en la tuya. Me ha hecho fijarme con más detenimiento en la de nuestros hijos, para preguntarme lleno de dolor que quién osa burlarse, que quién se atreve, que quién puede tomarse a guasas o desbaratar de una bofetada sin mano la inocencia mágica que irradian sus miradas... Porque atiende, escucha. Que la vida aseste palos, me parece normal y hasta edificante: pero que los palos los aseste gratuitamente la misma madre que nos parió, me parece imperdonable, perverso por no decir una verdadera cabronada, digna de cobardes que ni merecen el desquite a que obliga el insulto. Y mira que te he querido... ¡cuánto te he querido! No temas, porque nada enturbiará mi memoria. Nada de esta Ángela reflejada hoy en los ojillos claros de un jovencito imberbe, ensombrecerá nunca a la Ángela a la que amé. Que te he querido y que ya no te quiero, eso es lo único que va a revelarte esta carta. Antes de ponerme a escribir, he estado hurgando en la caja de lata donde guardamos las fotos. En una aparecemos tú yo, de recién casados. Hay otras en que aparecemos de novios, hace más de veinte años, sentados en un columpio de un parque, yo afeitado y tú todavía con el pelo hasta la cintura. Después, fotos de colores más vivos en que aparecen ya nuestros hijos, Tere con apenas cinco añitos, Tere en su primera comunión mostrando en la muñeca su reloj blanco. En otra estampa muy bonita estás tú, de medio cuerpo y desnuda de la cintura para arriba, dando el pecho a Manuel, que se aferra con sus manitas a tu cuello. Las últimas, de hace un año, todos en la playa, formando una escalera sobre la arena, hincando la sombrilla, retozando o bañándonos... Y en una de ellas, tú y yo besándonos. Me he pasado horas con esta foto en la mano, observando tu cara. Supongo que ya salías con Ramón entonces. Que esas llamadas que ibas de vez en cuando a hacer a la cabina próxima, para preguntar por tu hermana o por tu madre, eran tan falsas como tu pretendida placidez o tu desbordada sonrisa ante la cámara. Supongo que cuando desfilábamos cada mañana camino de la playa, o cuando sesteábamos en el apartamento, o cuando salíamos a cenar a un velador por las noches, supongo que ya tú pensabas en él. Tus dedos, supongo, ya guardaban entonces el tacto de su piel. Y tus labios... ¿Pero sabes qué es lo que más me asombra de todo esto? ¿Sabes el sentimiento más extraño que ha propiciado en mí esta caja de lata repleta de fotografías? Te lo diré. La sensación de que no podré ya prescindir de ella. De que ahora más que nunca, vendré a perder la vista por aquí: cualquier mañana como hoy mismo en la soledad de esta salita, o cualquier noche en el mar sin horizontes de mi cama. La sensación de que necesito hoy, ¡y no me duele!, recordar día tras día que he sido feliz a tu vera. Que te he amado sin contemplaciones y que mi memoria por siempre estará impregnada de ti. Lo que tú haces y lo que tú hagas ya, a mí va a importarme un carajo. Y te lo digo así de drástico y de bárbaro, como quien arroja una palada de cemento que presta contundencia a este muro de acero: porque a aquél lado te quedas tú y a éste otro me quedo yo, con mi caja de lata cargada de instantes... Y de cada instante, ¿no lo sabes?, es menester recordar el sentimiento que cada uno nos propició y no tanto el instante reflejado en la imagen. Recordar risas pero no el chiste. Recordar cosquilleos de placer, pero no la mano que los propició. Recordar la ilusión de una cita sin necesidad de tener que recordar quién debía de acudir a ella... Eso me quedo. Sólo de esta forma se vive mirando al frente, sin hacerle el juego a la añoranza y sin desear nunca, para nada, volver atrás. Tú te perderás, Ángela, serás para siempre pura química impregnando papel kodac. De ti sólo me restarán sensaciones. Evocaré amor sin evocarte a ti. Miedo sin evocar monstruos. Será difícil pero aprenderé a hacerlo cada día un poco mejor, en la soledad temprana de esta salita o en el mar sin horizontes de mi cama; al principio, con la caja de lata sobre mis rodillas, después sin otra cosa que mi antojo... Y mi bella Tere y mi travieso Manuel. Te dejo, Ángela. Y no es una coletilla más para rematar una carta cualquiera: te dejo en el sentido más amplio de la palabra. ¿Lo coges? Te dejo porque en los ojos de tu amante he podido asomarme a los tuyos y he visto también reflejados los de mis hijos. Ramón Conde está, al fin y al cabo, en esa edad en que los azares de la vida asestan, tarde o temprano, sus primeras estocadas, casi siempre bajo el disfraz luminoso del Amor. Pero mi Tere y mi Manuel, no. Todavía no. Tanto más si el disfraz que para la ocasión ha elegido el azar, es el disfraz de su mismísima madre. Te quise un día: Julio. Esta es la carta, tal cual la encontré, muy arrugada pero cuidadosamente doblada en el interior de una novela policíaca. El papel es viejo y presenta en su superficie a modo de unos como oasis aislados y blanquecinos, que he intuído perfectamente fueron un día huellas de lágrimas. No puede discernirse, claro está, de lágrimas de quién. Si de quien la redactó o de quien fué su destinataria. Eso quedará, aunque no tenga mayor importancia, a la imaginación de cada cual.
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