Hay días en que uno se levanta sin ganas de escribir.
Hay días en que uno se levanta sin ganas de levantarse, mire usted qué cosas.
Y uno no se lava la cara, no se peina, no se afeita y no se quita el pijama ni a pedradas.
Uno embute los pies en unas babuchas que lo llevarán y lo traerán hasta que venga la hora de acostarse de nuevo... algo así como si hubieran eternidades de catorce o de quince horas.
Uno se echa además, quizás por hacer algo que justifique el derroche de oxígeno aspirado, a la calle.
Es algo que recomiendo incondicionalmente. Echarse a la calle acabaditos de levantar.
Caminar con babuchas sobre el irregular y húmedo asfalto de las aceras puede resultar doloroso para quien no ande acostumbrado, es cierto. Si hace una mañana fría, será menester y recomendable abrocharse a conciencia hasta el último botón del pijama. Los catarros son tan traicioneros como minuta de abogado. Lo ideal, ya puestos, es llevar encima la bata de boatiné, muy redobladito el cuello hacia adentro... No prestar, por descontado, mucha atención a quien nos mire o nos señale o se eche a reír. Los críos sobre todo, son la leche de crueles. Los taxistas son unos guasones pero se cabrean pronto, ojo. Y los adultos en general, te permitirán caminar holgadamente en cuanto te vislumbren de lejos: se apartarán a un lado y te cederán con gentileza toda la acera para ti.
Darse a pasear por las calles en babuchas, pijama y bata de boatiné es una manera la mar de lícita y complaciente de ensanchar las lindes del dormitorio, desoprimir (prefiero desopacar) los tabiques de casa y hacer del barrio, ¡qué digo del barrio!, de la ciudad, ¡ni de la ciudad!, del Mundo una grata ampliación del Hogar.
Imaginaos: todos en pijama por las calles...
Considerando el mundo un hogar, como una extensión más de la salita, del dormitorio o del comedor, no sería complicado después hacer de sus pobladores una familia, una misma familia, una Gran Familia y sentirnos parte importante de Ella.
Si la gente se echara a la calle en babuchas y pijama y boatiné -en verano, valen braguitas y calzoncillos- algo tan bárbaro como una colilla de cigarro o tan torpe como un asesinato no nos ensuciaría jamás las aceras. ¿Concebimos, acaso, una caca de perro en el centro de nuestra salita?
Claro que no.
Y mucho menos que pudiéramos concebir una guerra entre dos ejércitos acavernados entre batines de lunarcitos y babuchas de a cuadros, con el botón último del pijama -rosa o azul- bien abrochadito sobre la nuez del cuello.
¡Empecemos hoy mismo!
Lo teníamos demasiado cerca como para verlo: el Nuevo Mundo empieza y acaba en la primera baldosa de nuestro propio dormitorio.
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