Fueron días de mucho ajetreo y mucha llantina vana, y lo único en verdad negativo que hoy recuerdo fue la cantidad de familia y gente desconocida que pasaba por casa a dar los pésames, tomar café y compadecer a mis padres, a cualquier hora, sin avisar, como si la casa fuese suya. ¡Y esos ingratos pellizquillos que me daban en la cara...!
A mi padre lo maté a los quince años, una noche de verano en que se acostó borracho en la terraza. No tuve más que girar la butaca. El suelo, quince metros más abajo, colaboró.
A mi madre, la asesiné tres meses después: ni recuerdo cómo.
Me adoptaron unos tíos por parte de la familia de mi difunto padre. Unos tíos que tenían dos hijos (mis queridos primos) a los que asesiné asfixiándolos con una almohada.
Más tarde y conforme pasaron los años, asesiné a mi primera novia, a mi mejor amigo de la mili (los chopos se disparaban con una puteril facilidad), al casero del ático donde me fui a vivir en soledad...
Maté sucesivamente a mi esposa, a mi gata, a mis hijos, a mi jefe, a mi perro, a dos compañeros de trabajo, a mi suegra, al farmacéutico con quien compartía algún mediodía que otro una cervecita y unas olivas en la tasca de Tomás.
Maté a Tomás, por descontado.
Maté al representante del Círculo de Lectores, que me visitaba cada dos meses.
Por entonces me llevó la inquietud a visitar a una Psiquiatra con la que llegué a acostarme, confesarme, dejarme psicoanalizar y aborrecer, por ese orden. Y a ella, que pretendía a ratos exculparme por legar a la ciencia las surtidísimas disociaciones y psicopatías y tumoraciones rupestres que ornamentaban las paredes de los rincones más obscuros de mi sesera... a ella la maté también.
De los dos policías que vinieron a casa a arrestarme, maté a uno.
En la cárcel y en espera del juicio, maté al compañero de celda.
Me metieron en un cuartucho negro y en sombras, y maté a las dos ratas que aparecían puntualmente cada mañana por debajo del lavabo.
Hace solamente tres semanas que vuelvo a pisar las calles de mi ciudad.
-- ¡Es un asesino! -clamó la ventisca popular.
-- ¡Es un pobre enfermo mental! -arguyó mi abogado defensor, blandiendo en la mano media docena de jeroglíficos psicotécnicos y ocho cartulinas con el test de Rorschach.
-- "A Juicio -proclamaron los periódicos- el autor confeso de más de cien asesinatos".
Pero el Juez, hombre eminentemente sabio y comprensivo, emitió su veredicto tras sumergirse horas y horas en mi amplio historial, que comenzó a los ocho años con el nacimiento de mi hermana:
-- Es un hombre tímido y solitario -argumentó-. Y no se puede condenar a nadie por ser tímido y amar la Soledad -mazazo sobre la mesa- ¡Siguiente caso!
Y aquí me encuentro. En casa. Fumando apaciblemente...
Mirando la lista de suscriptores a mi blog y pensando que voy a tener que seguir luchando duro por lo que siempre he querido: nadie a mi vera y Soledad.
Maldita timidez.
