Ser Madre.
¡Toma ya... !, porque lo escribe un padre.
Todo viene a cuento de un post precioso del blog de Ana Azul titulado: "Madres".
Pretendiendo, como es de recibo, dejar el pertinente comentario en un artículo que te gusta de un blog al que habitualmente sigues, me doy cuenta de que me voy de largo... O sea. Que del comentario que dejo a la compañera Aniazulada voy y le recorto 200 renglones y me sale el post de hoy.
Es lo bueno que tiene comentar. Que te inspira y al grano.
Habla nuestra amiga Ana de las Madres y quiero yo hablar de las madres.
Se habla de lo hermoso que es ver crecer a un hijo, pero se habla poco de lo hermoso que es ver crecer a una madre...
Y no, no me refiero a esa viejita que a mi edad podemos o no gozar de la suerte de tener aún al lado. No me refiero a ella, no.
En mi caso, me quiero referir a esa otra madre... a la madre de nuestros propios hijos.
A la madre a la que he visto crecer a la par que he visto crecer a mi hijo.
A esa madre que no lo era. A esa adolescente loca (no hallo otro diagnóstico más apropiado) que con veinte y pocos años se enamoró de mí (qué valor).
A esa muchacha a la que un día invité a pasear por Triana. A esa chica de apetitosas redondeces a la que lograba arrancar primero diez y después mil sonrisas...
A esa muchacha que soñaba tanto como yo soñaba. Que un día, sin venir a cuento, me cogió de la mano.
Y que sin venir a cuento un día, me besó o dejó que yo la besara.
A esa muchacha. A esa muchacha que estrenaba ropa para mí y se perfumaba para mí, que pasaba las horas buscándome en el minutero de su reloj... tal como yo las mías pasaba acariciando su foto en un pliegue de mi cartera.
A esa muchacha. A esa muchacha con la que compartí el gran letargo de una adolescencia, hace poco, no hace nada, ¡ni siquiera veinte años!, a esa muchacha a la que una noche pasé el brazo por el hombro... y me lo permitió.
A esa muchacha.
A esa muchacha loca (busco y no hallo valoración psicoanalítica) que compartía todo: que mezclando sus desvelos con mis ilusiones, sus deseos con mis niñerías, sus fuerzas con mis nostalgias o sus ganas de vivir con mis ganas de resistir... conseguía, cada tarde y cada noche y cada madrugada, hacer sin hielo el cóctel que hoy disfrutamos.
A esa muchacha que bebía de mi copa o fumaba de mi cigarrillo.
A esa muchacha a la que hice y me hizo hacer el amor en el Parque de María Luisa, en el portal de una calleja o de un callejón cualquiera, en los Jardines de Murillo, en el asiento de un viejo coche, en un ascensor, en una escalera...
Locos, locos, locos... No hallo más diagnóstico que Amor.
A esa muchacha.
A esa muchacha a la que vi minuto a minuto, hora a hora, día a día y mes tras mes convertirse en madre.
Claro que hablamos del orgullo y la ilusión de ver crecer a un hijo.
Pero como hombre, con igual orgullo e igual ilusión agradezco y no olvido cómo he visto ante mis ojos ver nacer a una Madre.
Esa muchacha que un día me besó o se dejó besar, qué importa.
Esa muchacha que en la cama de un hospital me tendió los brazos:
-- ¡Hemos traido a una niña preciosa...!
Y no. No era solamente eso.
Me quedé con las ganas de decir:
-- Ha venido al mundo una Madre preciosa.
Y hoy, ¡gran ingrato!, he recordado que olvidé decírselo.
Quizás le interese... digo yo:
-- A mi niña.
-- Un paseo por el centro.
-- Justicia.