Revista Asia

Por Amoreno
El sábado pasado fui de acampada con los amigos en bicicleta a un bosque cercano a Tsukuba. Por el camino pasamos junto a unos campos de arroz, en Japón se conocen como 田んぼ (tanbo).
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Los campos de arroz son uno de los paisajes que más me fascinan de Asia, son tan distintos del tipo de cultivos que vemos en occidente. Desde la norteña Corea hasta la sureña Indonesia en todos mis viajes por el Lejano Oriente he visto siempre paisajes con campos de arroz, algunos de ellos de extraordinaria belleza, como las terrazas de arroz en Longsheng, en China o las montañas de Sapa, en Vietnam. En Japón, sin embargo, no había visto demasiados hasta la fecha, o más bien no los había visto tan espléndidos crecidos y encharcados de agua. Este fin de semana no obstante me moví por parajes más rurales y la época del año era la idónea para sacar algunas fotografías.
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"¡No me metas piedras en lo plantao!"
Después de llegar al lugar del campamento hicimos una barbacoa para cenar y por la noche estuvimos bebiendo en torno a una gran hoguera, el tiempo pasó volando. Poco antes de las 4 de la mañana empezó a amanecer y nos pilló todavía de fiesta, para mí era ya demasiado tarde para echarme a dormir en el campamento, el sol había empezado a llenarlo todo de luz. Lo cierto es que desde que llegué a Japón estoy teniendo algunos problemas para conciliar el sueño cuando me despierto después de las 4 de la mañana y ya es de día, amanece demasiado temprano.
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Como no podía dormir puse rumbo a casa y por el camino volví a cruzar los campos de arroz esta vez envueltos en una niebla matutina, me pareció un paisaje precioso. Viví entonces uno de esos momentos sobrecogedores en el que de repente eres consciente de que estás en un país extranjero a miles de kilómetros de casa.
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De vuelta en Tsukuba pasé por un barrio de casas típicas japonesas y me acordé de la casa con jardín que tienen mis padres a las afueras de la ciudad. Me imaginé que si hubiéramos nacido en Japón, nuestra casa se hubiera parecido a algo como esto.
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Tsukuba parecía una ciudad fantasma, no había nadie por las calles a esas horas y una misteriosa niebla lo envolvía todo, incluido el sol que tímidamente había asomado ya por el horizonte. Seguí pedaleando y no tardé en llegar a casa, unos 20 minutos desde el bosque a las afueras. Cuando llegué eché las cortinas y a dormir.
En días como este, pienso en lo mucho que me gusta vivir en Japón.

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