Cuando leo un libro me gusta sentir el olor que tiene. Cada libro tiene un olor característico, semejante al del ser humano y al olor que emana su cuerpo. Único, como las huellas dactilares. Antes de penetrarme con la historia, lo observo desde afuera y me gusto las sensaciones que me procuran el color de su portada y el tamaño de su título. Pocas veces me he equivocado: la portada dice mucho de su contenido. No cuanto sea grueso; para una amante de las historias cortas, la dimensión no cuenta. Luego lo abro instintivamente y apoyo mi dedo en cualquier parte, donde caiga, y lentamente, comienzo a leerlo. Me limito a una frase o a un párrafo. Catarlo la primera vez en este modo es emocionante, es como espiar a alguien al improviso en cualquier momento de su vida; y aunque parezca mentira, me basta husmear un párrafo para entender si lo que tengo en mis manos es un perfume o agua de colonia, si se me quedará impregnado o se volatizará apenas terminado. Pero hasta las aguas de colonia son fragancias. Cuando leo, resalto aquellas frases o escenas que me gustan - llegando a tener libros que terminan como grandes pájaros colorados. Pero lo que más disfruto cuando leo un libro, es cuando una frase o una escena queda vibrando para siempre en mi memoria. Es como haberme rociado un perfume indeleble. Se puede evaporar de mi memoria gran parte de la trama, pero esa frase me quedará vibrando para siempre. Cuando esto me ocurre, es como alcanzar el clímax - mejor todavía - porque este no acaba.