El 20 de marzo se cumple el décimo aniversario de la guerra de Irak, el conflicto bélico más repudiado de la actualidad y la mentira más descarada jamás esgrimida para invadir un país. Millones de ciudadanos de innumerables países, desde el propio Estados Unidos hasta España, se manifestaron contrarios a que George W. Bush atacara Irak bajo la excusa de que Sadam Husein poseía “armas de destrucción masiva” que ponían en peligro la paz mundial. Una mayoría de la población se oponía a la guerra de forma “masiva y sin precedentes”, a juicio de Noam Chomsky (“Verdades y mitos acerca de la invasión de Irak”).
Con la excepción de sus promotores, nadie creía en los “hechos” que se expusieron ante el Consejo de Seguridad de la ONU por parte del Secretario de Estado estadounidense, Collin Powell, sobre la existencia de “plataformas” útiles presuntamente para transportar misiles y armas nucleares. Ni el Organismo Internacional de la Energía Atómica (OIEA) ni las demás naciones avalaron con su apoyo la declaración de guerra. Un representante de la “vieja” Europa, denostada por no hacer seguidismo de EE.UU, Dominique de Villepin -ministro entonces de Relaciones Exteriores de Francia-, se opuso con lucidez a la invasión “en nombre de un viejo país y un viejo continente que saben muy bien lo que es la guerra, la ocupación y la barbarie”.Sólo España e Inglaterra acompañaron a Estados Unidos en la “aventura” de desalojar por las bravas al dictador de Irak, dejando para la posteridad aquella fotografía de las Azores, en la que Tony Blair, José María Aznar y George W. Bush, junto a José Manuel Durao Barroso como anfitrión, dejan patente la imagen más deshonesta de la política al servicio del imperio.
Hoy, cuando se cumplen 10 años de la ignominia, los “hechos” siguen empeñados en demostrar lo que supuso un grave error para los intereses imperialistas de Estados Unidos, el despilfarro de billones de dólares para finalmente conseguir una derrota y el elevado precio en vidas humanas que los iraquíes pagaron por la “ayuda” yanqui. Así puede resumirse el estudio “Los costes de las guerras” elaborado por el Instituto de Estudios Internacional Watson, de la Universidad de Brown, publicado recientemente. Cerca de 6 billones de dólares (entre costes de la maquinaria bélica, pago a veteranos y gastos de reconstrucción), 134.000 civiles muertos, sin contar a los insurgentes, cooperantes, periodistas y demás víctimas que aún no dejan de producirse, y, volviendo al citado Villepin, “la destrucción de la imagen de EE.UU y de todo Occidente”.
Todo un alarde de poder para nada, puesto que Estados Unidos ha recogido sólo el descrédito en la región, ha radicalizado a los fanáticos islamistas de Oriente Próximo y ha dejado a Irak muy alejado de la democracia, la paz y la prosperidad que había prometido llevar con su intervención. Hasta el ciudadano iraquí que inició la demolición, a golpes de mazo, de la enorme estatua del dictador en la plaza del Paraíso se arrepiente de su hazaña, a pesar de ser una de las fotos más simbólicas de la caída de Sadam Husein. Para Kadom al Jabouri, “lo que vino después fue una decepción”.
Pero si económica y estratégicamente la guerra fue un error, la mentira de la que se valió aún sirve de excusa para justificar la actitud de los que la impulsaron desoyendo las recomendaciones de la ONU -nunca la autorizó-, los dictámenes del OIEA -no había pruebas de la fabricación de armas nucleares en Irak- y la oposición mayoritaria de la población de sus países. Salvo Blair, que tuvo un simulacro de juicio en el Parlamento británico donde afirmó su posición, ni Bush ni Aznar han rendido cuentas de lo que debiera avergonzarles como políticos: no ser honrados con su pueblo, al que involucran en guerras ilegales e innecesarias. Todos finalmente han sido expulsados de sus respectivos gobiernos, pero con la impunidad de unos actos que atentan gravemente contra la legalidad internacional.
Se cumplen, pues, diez años de mentiras y muertes, de propalar mentiras para causar la muerte de civiles inocentes y para destruir un país al que se deja sumido en la barbarie, hundido en “las matanzas, los robos y la violencia sectaria”, como denuncia Al Jabouri en su arrepentimiento. Y todavía algunos sacan pecho de todo aquello, negándose a aceptar las lecciones de un error y una mentira. Son reacios a enmendar sus decisiones aunque hayan causado un sufrimiento gratuito del que no se hacen responsables. Prefieren manosear la espléndida fotografía de su deshonor.