Miro el calendario. Hoy es el Día Mundial de la Obesidad. Y empiezo a recordar.
El verano pasado hice como Eva María en tiempos pretéritos. Me hallaba tumbado sobre la toalla en actitud reptilesca planchando la oreja —concretamente la izquierda—, cuando sentí, de súbito, un rumor que parecía provenir de las profundidades de la Tierra. Me incorporé entre perplejo y sobrecogido, pues mi vista alcanzó a ver a una gorda que, carente de todo complejo, trotaba alegremente por una playa atestada. Sus carnes de generosidad apabullante ondeaban majestuosas como sábanas desplegadas al viento, y sus mastodónticas pisadas levantaban explosiones de arena como si se tratara de minas antipersona.
La aparatosa plasticidad de los movimientos de aquella oronda criatura, conferían a aquel espectáculo fascinantes connotaciones poéticas.
Aquel estandarte personificado del sobrepeso sádico, se metió en el mar y el tsunami provocado anegó sin piedad toda la costa del Pacífico, aniquilando toneladas de civilización y recuperando todo aquello que se le fue arrebatado. Mientras que allí en el foco de origen, el día era espléndido y el sol te asaeteaba desde todos los ángulos como si hubiera varios. La gorda, confiada y divertida, jugaba a elevar su grasienta anatomía con cada ola que llegaba y como pasa en todas las playas, una ola de proporciones gigantescas elevó a la gorda a alturas imposibles. Como si estuviera en lo alto de una atalaya, justo en el punto álgido de la ascensión, aquella abominación de grasas mal metabolizadas profería agudos chillidos una octava por encima de los delfines. Los edificios adyacentes se agrietaron, una tercera parte de los casquetes polares se desplomaron y todas las alimañas de la Tierra —incluido el mismísimo Kráken— se removieron en sus agujeros aterradas.
Instantes después, la gorda descendía con gran fuerza para desaparecer engullida bajo las tumultuosas aguas. Segundos después, reaparecía varada en la arena en un amasijo indescriptible de carne amorfa, algas y medusas aplastadas. Con torpeza teatral, se irguió y se encaminó pesadamente a una toalla que bien podría albergar a cuatro matrimonios juntos. Delante de la toalla y con los pies clavados en la arena, aquella pesadilla de lorzas ciclópeas que ya nunca podría olvidar, oscilaba casi imperceptiblemente de izquierda a derecha, para acto seguido y sin intención alguna de evitarlo, derrumbarse como la losa de un mamut.
Pese a que en verano se convierte en el mayor urinario del mundo, la playa es diver.
Hay gente gorda y fea, y mierda flotando en el agua.