Revista Cultura y Ocio

10 preguntas a fernanda garcía curten

Publicado el 23 octubre 2014 por Elalmacendelibros @almacendelibros

Fernanda García Curten 3Fernanda García Curten es escritora, autora de la novela “La reemplazante” (Editorial Bajo la luna) comentada aquí en el blog por Anahí Flores.

¿Cómo empezaste tu carrera como escritora y cuándo?

 Según recuerdo, para mí la escritura siempre estuvo allí con naturalidad. Al margen de que a esa naturalidad le faltaran años de trabajo aquello fue un artificio necesario, una especie de “vía de ficción” más que vía de expresión que complementaba la realidad. Nací y crecí en San Pedro, y de chica y luego de adolescente escribía en cualquier parte, durante las siestas, de noche, en el jardín de mi casa debajo de un sauce, en una escalera, en la terraza, allí donde hubiera silencio y luz. Creo que entonces ni siquiera me preguntaba algo así como si iba a ser escritora; era yo escribiendo, jugando de verdad, sin verme desde afuera, digamos. Como mi “carrera” en ese momento era otra, el acto de leer y escribir conformaba un espacio de libertad, absolutamente pleno y mío. Más tarde fue también un modo de moverme –o de no moverme- en el mundo, de intentar organizar mi cabeza, entender o hacerme entender, algo que quizá tampoco tuviera que ver aún con la literatura. Aquellos primeros textos podrían haber quedado ahí, sin evolución, sin embargo me decidí a seguir aunque nunca sentí que la escritura pudiera ser una “carrera”. Si lo pienso bien, y valiéndome de la imagen de una corredora, al contrario, escribir se me hace más como haber abandonado una carrera por haberme detenido en la forma y el color de una piedrita del camino, desistir de llegar a la meta a cambio de haberme desviado en algún pasaje, lejos ya del circuito señalizado. Allí, por alguna misteriosa razón o mero instinto de autojustificación imagino que encuentro un recorrido tan desconocido como familiar, mi propio rumbo, el cual no garantiza que no me pierda una y otra vez.

¿Te inspiró alguien en particular?

Creo que varias circunstancias se conjugaron. Mis padres eran, y son, muy lectores, los dos son artistas. Y el arte en general, y desde ya la poesía y la palabra como elemento de creación fueron una estimulación cotidiana; en los encuentros con sus amistades, en la música que ese escuchaba en mi casa -que ya era una ámbito bastante singular- la voz de Paco Ibáñez o Mara cantando a Machado o a Lorca o a Rafael Alberti, la palabra estaba allí como parte de la música. Mi vieja, que entonces no escribía poesía, desde su lugar de maestra de danza y movimiento nos hacía bailar a partir de poemas de Neruda o de cuentos de Bradbury o de obras teatrales de Arlt o de Lorca, lo cual resultaba muy inspirador. Y luego las tardes en la mágica casona que era la galería Biguá, cerca del río, donde la poeta Edna Pozzi leía sus versos con una voz que era como una música fatal. Escucharla leer su poesía era algo habitual y maravilloso a la vez. Todo eso debió dejarme una marca muy fuerte y una especie de fascinación por las palabras. Remarco esto porque en principio y durante mucho tiempo las palabras tuvieron para mí un valor esencialmente poético, de juguete sonoro o de amuleto. Entonces mi relación con el lenguaje escrito pasaba por una zona abstracta, casi sensorial, más que por el pensamiento. A veces creo que escribía como si bailara o pintara, como si usara líneas y colores más que significados. Desconocía cómo usar esas palabras cuyos poderes aún me resultaban invisibles, cómo valerme del lenguaje. Más tarde y como un gran salto, sin duda, la mayor influencia fue la de dos escritores con los que me formé, Abelardo Castillo y Sylvia Iparraguirre. Sin exagerar demasiado creo que allí recién empecé a entender el castellano. Bromas al margen, su cercanía propició esos espacios de aprendizaje, de toma de conciencia y de compromiso con la escritura mucho antes que un taller formal. Mi primera experiencia de taller que recuerdo reveladora fue cuando asistí a un curso especial que coordinó Sylvia y que, fabulosamente, se dio en mi propia casa, aunque como digo, para mí esto era de lo más normal. Luego, el primer taller que hice con Abelardo, también, fueron algunas lecturas informales allí en casa de mis viejos; de sobremesa, yo no tenía ni veinte años y esos espacios espontáneos fue de lo más enriquecedor, y resultó decisivo en mi modo de concebir el oficio literario. Allí me di cuenta de que yo siempre me había tomado en serio la actividad de escribir, aún de muy chica, pero que en ese momento estaba ante un nuevo umbral.

¿A qué hora del día te surgen más ideas?

 Un clásico es, justamente, cuando no tengo tiempo de escribir. Cuando estoy caminado por la calle o lavando los platos. En general depende de qué grado de conexión esté teniendo con lo que escribo, sea la hora del día que sea. Cuando me siento a escribir, si conecto con el texto, bueno, digamos que allí es donde surgen las ideas. A veces, en el tramo final, cuando estoy más descuidada porque ya se supone que necesito despejar la cabeza y hacer una pausa necesaria u obligada, ese puede ser un buen momento para no dejar de anotar algo más -a veces una pequeña revelación-, un tiempo robado al tiempo. Por épocas me pasa que cuando estoy lavando los platos logro ver cómo se resuelve una frase, surge un ritmo, una imagen, un giro inesperado. Sería lindo decir que precisamente allí, en el contacto más elemental con el agua las manos encuentran las palabras pero la triste verdad es que estoy con los guantes de látex, llena de detergente y bueno, no es un momento muy práctico para ir a la computadora, así que en la pizarrita con la listita de compras pueden aparecer algunos víveres un poco raros; si no, debo confiar en que mi memoria sorteará los obstáculos domésticos para que el “tesoro” no se vaya por el desagüe.

¿En qué lugar de tu casa te gusta escribir? ¿Cómo está ambientado tu lugar de trabajo?

Hoy en día, mi escritorio está ambientado como un bullicioso café de la Av. Córdoba, como un encantador barcito con jardín y estanque con pececitos de colores en Palermo, como una hermética biblioteca centenaria del Centro o con blancas bóvedas monacales de un pequeño oasis en las atestadas calles del barrio de Retiro. Mesa pequeña o ancha, individual o doble, ventanales o ventanitas coloniales, música de los años veinte o gente que habla a los gritos, silencio (con suerte y casi un milagro) porque mis circunstancias actuales me llevan a encontrar la soledad necesaria para escribir, fuera de mi casa. Allí donde asome un enchufe, un rincón más o menos providencial, mientras no haya vecinos parlanchines cerca estoy feliz en un café, en una biblioteca y en mi casa también -a veces, para mi sorpresa, en mi propio escritorio- donde sea, el momento perfecto frente al anotador o la pantalla es cuando ya voy “adentro” de la escritura, olvidándome de qué hora es y en qué lugar estoy, sorda y ciega y muda para todo lo que no sea el texto. Dejar de ser yo para ser el texto.

¿Cómo surgió la idea de “La reemplazante” y en qué te basaste para escribirlo?

 Surge a partir del personaje que es, de algún modo, toda la novela. El proyecto de Nadia siempre anduvo por allí como una especie de larva eterna, algo que en un principio estuvo muy pegado a mi experiencia personal como bailarina –ahora ya lejana- y que después fue construyéndose incluso por fuera de La reemplazante en otros textos que anticipan o se desprenden –o exceden- la escritura de la novela. También tuvo su otro origen, o al menos aquello encendió la mecha, en la inevitable atracción que me produjo México cuando estuve viviendo por allá; esa experiencia particular potenciada con lecturas que en ese entonces se me hicieron entrañables como las de Malcolm Lowry y D.H. Lawrence –dos autores, entre otros, en que la experiencia mexicana caló de un modo central en sus obras- bueno, salvando las distancias, en un momento algo cuajó para que una ciudad mexicana fuera el escenario perfecto y, de un modo inesperado, decisivo para la reemplazante. Creo que el viejo prototipo de Nadia al que aún yo no lograba difuminar lo necesario ni encontrarle esa zona de la realidad deliberadamente imprecisa donde poder ubicarla, empezó a ser la reemplazante cuando la hice viajar a Puebla a tomar el lugar de otra. Incluso así encontré mejor su pasado y hasta su futuro, como si el viaje a México hubiera sido una llave. La combustión me desorientó bastante en los comienzos, me pregunté si era legítimo trabajar con todo aquello, hasta que uno sabe que no va escribir sobre otra cosa ni a resignar una palabra que crea vital para esa ficción. Cuando encontré a la reemplazante ya era un viaje de ida, no había manera de no elegirla, como si me hubiera esperado desde siempre, desde antes de concebir la novela como tal. Y allí me topé con algo que ya sabía y había olvidado, que en el momento de intentar hacer literatura la experiencia en sí misma no era nada si no lograba inventar con las palabras. Entonces, eureka, no tenía ni bailarina, ni ciudad mexicana, ni nada. Y lo difícil quizá era entender lo más sencillo, que apenas uno empieza a escribir, empieza a inventar, indefectiblemente. Y fue la hora de construir ese nuevo ser en el mundo con las palabras.

¿Qué estás leyendo por estos días?

Estuve con ficciones breves, con “Humo” de William Faulkner, un relato (como sólo Faulkner lo puede hacer) que no había leído y que me maravilló. Dentro de lo nuevo, un libro de cuentos que leí de un tirón con la placentera disyuntiva de no querer que se termine, de esperar que haya otro cuento por leer y al mismo tiempo el imán de no poder soltarlo, “Todas las mañanas un muerto” de Maumy González. Ahora, por empezar “En Central Station me senté y lloré”, la celebrada obra de la canadiense Elízabeth Smart que aún no he leído y no sé que he estado esperando para hacerlo.

¿Cuáles son tus autores preferidos?

 Cuando pienso en nombrar veo que mi lista seguiría y seguiría entonces me digo que quizá no tengo autores preferidos o que soy muy indecisa. Sin duda siento una especie de gratitud incondicional por libros o autores que significaron una revelación en el momento de leerlos por primera vez –Dostoievski, Poe, García Márquez, Kafka, Durrell, Buzzatti, Rulfo, Borges- incluso por autores que no he vuelto a leer pero que su influjo o sombra sigue proyectándose en mi memoria, como diría Cortázar (seguramente otro de mis cuentistas preferidos). En general, ante la obra de un nuevo autor o de un autor que no conozco o que siento que no he leído con la suficiente consideración, intento leer con modestia y entrega. Si el texto me apasiona, luz verde, si se me hace medio cuesta arriba, luz verde. Esto parece contradecir aquel sabio consejo de Borges de que si un libro no nos atrapa o nos resulta pesado lo dejemos, que la lectura sea un placer y no una obligación, sí, y también tomo sus palabras. Pero como lectora -no cuando estoy coordinando un taller que no perdono una coma si considero que no va- si la obra de un escritor no me atrapa o no me gusta, en principio me propongo darle tiempo -darme tiempo, sería el modo más honrado de expresarlo-; salvo las obvias excepciones, suele haber un gran trabajo y dedicación y verdad detrás de un libro. Y porque la mayoría de las veces es uno el que no se compromete con esa lectura, el que viene en otra sintonía, ya sea de otro libro o de la vida en general. Digamos que no suelo saltar al vacío de un libro en movimiento.

 ¿Qué autores recomendarías leer?

 Es importante saber cómo entrar a un autor cuya obra se desconoce o sobre el que tenemos muchas ideas preconcebidas pero, a la vez, el camino de cada lector es singular. Me es difícil recomendar genéricamente, sin saber a quién o sobre qué bagaje de lectura previa. Los libros están allí y lo más sincero sería acercarse a ellos con todo lo que somos y lo que no somos. Si me enfoco en mi propia experiencia, no quisiera dejar de mencionar cuentos y ficciones breves que para mí fueron un encuentro deslumbrante y una gran puerta a esos autores que entonces no conocía, seguramente voy a ser desordenada y poco concisa: El capote de Gogol, El horla de Maupassant, La Metamorfosis de Kafka, Axolotl y La noche boca arriba de Cortázar, El almohadón de plumas  de Quiroga, La bomba de hidrógeno y Siete pisos de Buzzatti, Colinas como elefantes blancos de Hemingway, Bartleby de Melville, El corazón delator, de Poe, Una rosa para Miss Emily de Faulkner, La biblioteca de Babel y El Aleph de Borges, Macario, de Rulfo, El juicio de Dios, de Antonio Di Benedetto, El ahogado más hermoso del mundo de García Márquez, Una mañana perfecta para el pez plátano de Salinger, El nadador y La maldita radio de Cheever, El candelabro de plata de Abelardo Castillo, Felicidad, de Katherine Mansfield, La fiesta ajena de Liliana Heker, Catedral de Carver, El libro de Monelle de Marcel Schowb, El túnel de Sábato, La invención de Morel de Bioy Casares, Otra vuelta de tuerca de Henry James, La muerte en Venecia de Mann, y me queda afuera una biblioteca entera.

¿Qué libro famoso te hubiera gustado escribir?

 Casi siempre que estoy leyendo un libro en el que me sumerjo con felicidad, siento que quisiera haberlo escrito. Y hasta creo que leyéndolo, de algún modo, también lo escribo; igual que si acoplara mi voz a la de una canción que me conmueve y aquella otra voz maravillosa se vuelve por un instante mi propia voz o viceversa. De nuevo, mi indecisión me impide responder con un solo título. Trataré de ser menos excesiva y confesar solamente que La serpiente emplumada de D.H. Lawrence, Pasaje a la India, de E.M. Forster, El reposo del guerrero de Christiane Rochefort, La pianista de Elfriede Jelinek…

¡Muchas gracias Fernanda por tus respuestas!


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