Revista Opinión

11 de marzo

Publicado el 11 marzo 2013 por Albertorm

11 de marzo


Recuerdo dónde estaba y qué hacía el día que en dos aviones derrumbaron las torres gemelas de Nueva York, como también recuerdo dónde estaba y qué hacía el día que estallaron los trenes en Madrid, aquel 11 de marzo de 2004. Son momentos de mi vida que se han quedado grabados en mi mente para siempre por el simple hecho de haber coincidido en el tiempo con un hecho histórico.
Salía de mi casa sobre las seis de la mañana, recorría aquella carretera estrecha y repleta de curvas todos los días, sintonizaba la misma emisora y escuchaba el mismo programa en el que decían siempre las mismas tonterías. Si me paro a pensarlo ahora, no comprendo por qué me hacían tanta gracia entonces. Quizás solo necesitaba compañía durante el largo trayecto que ante mi se presentaba a diario. Llegaba a mi puesto de trabajo con el tiempo suficiente para acomodarme y tener la mesa llena de papeles antes de que diesen las ocho de la mañana, hora en la que se abría la consulta. Siempre la misma rutina, con distintas historias en distintas carpetas que, al abrirlas, podían recordarme las enfermedades de cada uno de los pacientes que en ellas habitaban en forma de letra escrita sobre el papel. La enfermera llegaba media hora más tarde que yo, pero enseguida se incorporaba a la tarea con la diligencia que siempre he deseado en una buena profesional. De no haber sido así, la habría despedido hace tiempo.
Aquella mañana estuve inquieto desde el mismo momento en que me levanté de la cama. Solía despertarme tranquilo y relajado, pero aquel día fue distinto. Sentí que algo iba a ocurrir, tuve un mal presentimiento. Pero no me amilané. Este tipo de sensaciones no me resultan familiares, pero tampoco me asusta tenerlas. Al fin y al cabo, soy médico, tiendo al empirismo, no a dejarme llevar por cuestiones de fe ni supersticiones que incluso considero estúpidas. Aquel mal augurio se confirmó cuando Rosario, la enfermera, entró en la consulta con el rostro desencajado, con lágrimas en los ojos, y solo fue capaz de decir “han estallado unas bombas en la estación de Atocha”. Su hija estudiaba en la capital y cogía uno de esos trenes a diario para ir a la Universidad. La llamó durante varios y largos minutos a su teléfono móvil, pero no obtenía respuesta.
Recuerdo que estuve toda la mañana al teléfono, hablando con colegas de Madrid que quizás conociesen a alguien que estuviese desplazado en la zona en la que se había instalado el campamento para atender a los heridos y fallecidos. Los pacientes seguían llegando a la consulta, los atendía como podía, mientras Rosario esperaba pacientemente, teléfono en mano, a que alguno de mis compañeros de profesión le diese una noticia esperanzadora. Sentía su dolor como si fuese el mío. Para mí, Rosario era alguien más de la familia: conocía a su marido, a su hija, a sus padres, comíamos juntos entre semana y compartíamos muchas confidencias a lo largo de la jornada. Se sentaba a mi lado, tomaba nota de cada uno de los síntomas que los pacientes decían sentir, les recibía y les acompañaba hasta la puerta... Se hacía querer. ¿Cómo no iba a sentir su angustia y su desesperación? Así transcurrían las horas, sin saber si su hija estaba herida o fallecida, hasta que llegó la llamada que confirmó la muerte de Clara. Sentí que desde ese mismo instante la vida también había terminado para Rosario. No volvió a ser la misma desde entonces.
Han pasado nueve años, a lo largo de los cuales solía visitar a Rosario en su casa, casi a diario. La mayoría de las veces procuraba llegar a la hora de comer, para compartir mesa con ella y algunos minutos de charla en la sobremesa. Rosario vivía triste, quemaba las horas en soledad, aislada de todo y de todos. Se encerraba entre las cuatro paredes de la que había sido la habitación de su hija, y allí permanecía durante horas, recostada en su cama, como si aquel gesto la acercase a ella. Han pasado doce años y llevo toda la mañana recordando aquel día, como si fuese ayer, porque hoy he tenido otro presentimiento, otro mal augurio, que quedó confirmado en una llamada de teléfono. A Rosario le pesaba la vida y se la ha quitado de encima. Solo espero que, esté donde esté, se reencuentre con la alegría que perdió aquel 11 de marzo de 2004.  

Volver a la Portada de Logo Paperblog