Revista Cultura y Ocio
Hace mucho tiempo que pensé en pasar a limpio mi antiguo Cuaderno de Islandia, que podría ser el título de una narración extraída de las notas de aquel antiguo bloc azul que hoy he desempolvado y consultado por el insistente y emocionante recuerdo de los atentados de hace veinte años. Por aquel entonces había leído Pasados los setenta, de Ernst Jünger, uno de los volúmenes de Radiaciones, en la traducción de Andrés Sánchez Pascual; y también un reportaje o crónica de Fernando Savater que publicó El País con el título de «El destierro de Odín», de 1999. Más tarde leí La isla secreta, de Xavier Moret, de 2002, y no vi ningún sentido a contar nada de algo tan sabido. Aquel martes 11 de septiembre yo estaba en Reikiavik —en mi notas y recortes del viaje, Reykjiavík—, en casa de M. y M., extraordinariamente acogido en un país a tres mil kilómetros de distancia de Cáceres. Yo vivía en un sótano que era como un apartamento, con baño propio y la compañía de una gata, Snoppa —¿cara bonita?—, que a veces dormitaba sobre el edredón de mi cama y otras se subía a mi mesa mientras yo escribía. Aquella mañana ya estaba en pie a las siete, y había pasado mala noche por una contractura que me había llevado de Madrid. Desayunamos juntos y luego ellos se marcharon a llevar a los niños al colegio. Mis notas me recuerdan que pasaron muchas cosas aquella mañana. Me quedé en la calle sin llaves y tuve que buscar a M. en la Facultad. Menos mal. Almorcé con ella y me presentó a V., una profesora italiana, de Bolonia, que había vivido en México y llevaba varios años en Islandia. Vivía en la misma calle que M. y M., y se ofreció a acompañarme al Círculo Dorado. Ella estaba algo deprimida, porque su novio islandés, O., acababa de irse a Estados Unidos; pero no se le notaba por «su natural vivo y positivo» —así lo escribí en mi cuaderno de antaño. Me llevó de excursión y pasamos por Hveragerdi, con un cráter, dejamos a un lado Selfoss y subimos hasta Skalhotl para llegar al Geyser, el pequeño, que surgía de la superficie cada cuatro minutos. V. intentaba hacerme una foto con la subida del agua hirviendo y sonó el móvil. Era M., muy alterada, que nos daba la noticia del atentado contra las torres del World Trade Center de Nueva York. Parecía una escena irreal con la entraña de la tierra mostrándose en un chorro imponente, y la voz de M., llorosa, impresionada por algo que nosotros aún no podíamos concebir. Luego sí. Más tarde. En casa. M. me tradujo los datos que la televisión islandesa iba aportando en una ciudad en la que al día siguiente de los atentados, con las banderas a media asta que pude ver, se manifestaron algunos grupos ecologistas por que los aviones desviados del espacio aéreo que tenían que aterrizar en el cercano aeropuerto de Kevflavik descargasen en el mar sus tanques de combustible. Un día después de aquello, me encontré con una persona de Zorita (Cáceres) allí en Reikiavik. Ég skill ehki