Revista Cultura y Ocio
En el día de ayer se cumplió un nuevo aniversario de la caída (¿o debería decir atentado?) de las Torres Gemelas en la zona cero de Nueva York. Un 11 de setiembre de 2001 sucedió (y tan importante fue la fecha que a partir de allí se comenzaron a identificar sucesos trascendentes con una combinación alfanumérica haciendo referencia al día y mes en que ocurrieron) Parece mentira, más de una década ha pasado ya.
Lo cierto es que al rememorar las imágenes y la decena de evocaciones que se hicieron en diferentes medios me llevó a reflexionar acerca de cuán importante fue el atentado para la historia de la humanidad y por qué, aún hoy, se sigue sosteniendo que a partir de ese día el mundo se convirtió en algo bien distinto de aquello que representaba antes de la caída de las moles de cemento.
El primer cambio visible que trajo aparejada la tragedia, sin lugar a dudas, fue la idea de que el mundo – entendido como una entelequia dedicada a buscar como fin último el bienestar de la población – había dejado de ser seguro y una nueva realidad se presentaba como el telón que dejaba al descubierto un nuevo escenario (De hecho, a quién no se le cruzó por la cabeza ese día, mientras veía la imagen del avión atravesando el edificio, la idea de que “Si a ellos les pasó nos puede pasar perfectamente al resto de los mortales”)
Por otro lado, los aeropuertos dejaron de ser un espacio de intercambio de pasajeros en tránsito y se transformaron en salas de interrogatorio donde se decidía, muchas veces en base a la mera experiencia de los sentidos, quien camuflaba a un terrorista bajo el ropaje de viajero o turista o quienes resultaban “potencialmente peligrosos” según lo establecían las normas de protocolo y seguridad endurecidas para proteger a la población de nuevos atentados.
Pero el endurecimiento de las normas y políticas migratorias, las restricciones y los protocolos con abultados textos - y poco contenido efectivo- no pudieron evitar que, tres años después en Madrid (y casualmente un 11 también) cuatro trenes volaran por los aires luego de que un buen número de explosivos detonara dejando más de un centenar de muertos y miles de heridos a los bordes de las vías de la estación de Leganés. Entonces fue que los estados decidieron endurecer aún más los controles, y con ellos, en muchos casos incurrieron en graves casos de discriminación amparados en el famoso “Derecho de admisión y permanencia”.
De esa forma, el Islam pasó a ocupar el sitio de objetivo a destruir que alguna vez ocuparon Rusia y China y así los árabes, egipcios, iraníes, irakíes – e incluso todo aquel que viniera de algún país que conforma lo que se conoce como el cercano Oriente- se transformaron en potenciales bombas humanas capaces de hacerse explotar en cualquier medio público infiltrados entre la multitud.
Otra cuestión que quedó expuesta con los atentados fue el rol de la prensa y de que forma informaron a la población acerca de los hechos ocurridos. Con las versiones jamás corroboradas del famoso atentado al Pentágono quedó en evidencia que buena parte de los hechos se les quiso ocultar a los ciudadanos y con ello decreció la credibilidad en determinados medios, incitando a buena parte de la comunidad mundial a acrecentar el espíritu crítico respecto a las propias prensas locales.
Como puede verse, con la voladura de las torres el mundo inevitablemente cambió. A partir de entonces, cuando se viaja, pese a la instantaneidad de las comunicaciones, la proliferación de espacios virtuales y las miles de bondades que permiten los avances tecnológicos, la sensación que sobreviene es que cada vez se hace más difícil atravesar las fronteras, sobre todo cuando se entiende por fronteras no a aquellas sujetas a limitaciones cartográficas, sino a aquellas que permiten ver en el otro a un parecido. Y al parecer, para eso, aún nos falta bastante.