Si creyese en una vida después de ésta diría que Christopher Lee está ahora contando en el infierno las criaturas a las que mordió, esmerándose en elegir cuáles les proporcionaron un placer mayor y las que, ungido por una brizna de súbita bondad, le dolieron con más inexplicable motivo. Ahora que no está entre los vivos, se me ocurre que debiera existir un lugar en el que pudiera despacharse a gusto, hacer inventario de la sangre, tratar de encontrarle un sentido a la maldición que le convirtió en demonio. Duele que todo lo que uno ama desaparezca cuando morimos. A Bela Lugosi, el otro vampiro de la memoria, el personaje lo anuló, como si la marca del vampiro fuese algo más que un par de señales en el cuello y un color de piel algo más blancuzco. Drácula es cosa de novelas y de películas. En un hipotético encuentro, los dos buscarían a Bram Stoker, le dirían que gracias por los favores prestados. También está el hecho de que los vampiros sean inmortales; circunstancia que aminora el impacto de la noticia.
No creo que esta noche sueñe con un carruaje atravesando Transilvania, acechado por lobos, haciendo posada en un pueblo de gente aterrorizada. Ojalá soñase eso. Bela sería una demonio menos elegante. Christopher, al contrario, haría del mal un arte, como quería De Quincey. Cuenta la comisión de la sangre, al cabo: ese festín animal y sexual. El vampiro es un ser promiscuo. Toda la iconografía del cine de terror de la factoría Hammer proviene de ese sentido lúbrico. El Drácula de Lee es el único Drácula al que acude mi memoria. Lugosi fue más pedestre, encarnó un personaje más sujeto a la censura de los años treinta, se le tuvo que contener el lado del ardor amoroso y animar el del ofertorio de dentelladas y de sombras tenebrosas. El buen cine de terror es sugerencia, es invitación a que la imaginación serpentee entre las imágenes y convoque el miedo del alma, que está agazapado e irrumpe si se le provoca con ingenio. Actor enorme, Lee hizo más de doscientas películas y no tuvo que apañarse un ataúd en el que acostarse o fantasear (quién sabe si era otra cosa) con la idea de que en verdad era el rey de los vampiros, el auténtico príncipe de las tinieblas. El mito no lo succionó. Queda la fascinación que ejerce el mal, tan afín a la literatura. La reverenciamos con respetuoso pudor, volcamos en ella nuestro aliento más íntimo, nos hace mantener vivo el asombro fundacional de la vida.
Estremézcanme, imploro. Que la ficción (ese tesoro incalculable) no sólo me conmueva o me agite, me acune o me excite, sino que haga brotar el miedo ancestral. Es la noche la que apresta el fulgor, qué paradoja. Ella nos fecunda de luz, nos faculta para que la vislumbremos. El día, halagado de matices, confunde. Lo oscuro, entenebrecido, enaltece. Con el resplandor del sol cualquier sombra perturba. Con la eclosión de la luna, todo se iguala, nada acecha. El vampiro respira esa certidumbre de lo permanentemente en clausura. Cuando se cierne la negrura, las amenazas desaparecen. Qué placer delicioso bailar en la oscuridad, proclamar la suprema bondad de la noche. En ella que todo adquiere la magnitud de la tragedia y la certidumbre de la fugacidad. El sueño del vampiro es la vigilia de su víctima. Hay verdad en ese acopio lujurioso de muerte, por más que anhelemos que la tardanza la entusiasme. La vida da incesantemente noticia de su cese. A cada latido del corazón, con cada caudal de su adorada sangre, la vida no augura un festín de luz, sino un alarde de sombras. Esa es la vocación del monstruo: acercar el fin, negar la vida para que, una vez concluya, suceda para siempre. Palabra de vampiro.