“Las bombas explotaron en la capital de España, con la frecuencia que los autores de las mismas habían diseñado, una detrás de otra, con unos pocos minutos de intervalo entre ellas, y en sitios distintos y estratégicos de la gran ciudad. Un fino ataque perfilado, para sembrar el miedo, el terror, el caos; un fino ataque para destrozar la vida. Cientos de personas, huían despavoridas sin saber a donde ir, sin saber a donde iban a parar. Los restos humanos destrozados, se confundían con trozos de cemento, de madera, de metal, en aquellos lugares donde se producían las explosiones. Ojos, piernas, brazos, manos, intestinos, aliñados con fluidos corporales, sangre y humo, eran parte importante del paisaje. Gritos desesperados inundaban las zonas agredidas. La desesperación campaba a sus anchas, y era la reina de las calles, la reina de la ciudad, de una ciudad que amanecía en una hermosa mañana, con alrededor de 15 grados centígrados de temperatura, y con la ilusión de poder vivir durante otro día. Desgraciadamente, para 192 personas, hombres, mujeres y niños, ese sería el último día de sus vidas”. Esta pudo haber sido la crónica de cualquier diario nacional o internacional de los hechos ocurridos el 11 de marzo de 2004 en Madrid, donde un puñado de fanáticos religiosos, segó de raíz la vida de casi dos centenares de personas. Como dice el texto de alguna película norteamericana en relación a otro tristemente celebre día 11 (el 11 de septiembre de 2000): “No os olvidaremos nunca”. D.E.P. los fallecidos, y fuerza a sus allegados, y que ese acto horrible sirva para recordarnos a todos, que el ser humano puede llegar a ser el peor depredador que puebla la tierra. Y para aquellos que han utilizado -y utilizan- esa muertes como argumento político, como argumento periodístico, los maldigo y les recuerdo que una sola vida vale mucho más que cualquier ideología y que cualquier bandera, y como dice Jorge Drexler, "no hay piedra en el mundo que valga lo que una vida".