Revista Cine

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Publicado el 01 octubre 2010 por Josep2010

Vistos los tiempos que corren, nadie se extraña que el cinéfilo se siente a ver lo que en inglés llaman "remake" y en castellano castizo podríamos denominar como "refrito" con una cierta duda, un resquemor producido por experiencias varias y diversas que han dejado moratones y cicatrices en la memoria cinéfila hasta conseguir que "remake" tenga su traducción pluscuamperfecta en el despectivo "refrito" cuando podríamos acudir a los vocablos recomposición o revisión e incluso rehecho.
Si además esa nueva versión se asienta sobre lo que todos convenimos en denominar "un clásico", el temor del cinéfago impenitente se acrecienta preguntándose, por momentos, ¿porqué tengo que dedicar ni unos minutos a esto, cuando tengo el original?
En ocasiones, por fortuna, la curiosidad puede más que la prudencia, dejándola como timorata virtud, y el anunciado batacazo no tiene lugar y sí, en cambio, la experiencia enriquecedora que proviene del talento de un artista.
Un artista como el ruso Nikita Mikhalkov que un buen día decidió apoyarse en una excelente historia ideada y escrita por Reginald Rose que Sidney Lumet llevó a la pantalla en 1957 por primera vez con el título de 12 Angry Men
Mikhalkov rinde debido homenaje en el inicio e su película a Reginald Rose y a la película de Lumet, pero ahí acaba casi todo, pues su película, basada en guión propio, la titula meramente como 12 (2007) quitándole cualquier añadido o nombre al numeral, como despojándolo de humanidad.
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En realidad toma como pretexto la historia para hacerla suya y desplegar su propia trama contando lo que a él le interesa: partiendo de la misma premisa y asentándose en el esquema ideado por Rose, Mikhalkov amplía el relato al tiempo que lo modifica ostensiblemente: en esta ocasión los doce miembros del jurado que deberán decidir la culpabilidad o inocencia de un chico acusado de matar a su padrastro no se reúnen en una sala angosta y calurosa si no en un amplio gimnasio y fuera está nevando, así que el componente de claustrofobia que se halla en el original aquí se descarta de inmediato.
Mikhalkov se dedica a dar un repaso a la situación actual de su país, Rusia, remarcando las tensiones con el pueblo checheno (el acusado es de dicha etnia) sin olvidar mostrar los diferentes caminos que cada miembro del jurado ha seguido desde que la situación política del gran país cambió dejando a un lado la previsión comunista de la vida del ciudadano que, de repente, se encuentra con que debe decidir por sí mismo y el estado deja de organizarle la vida; la concurrencia de doce miembros de un jurado que deberán tomar una decisión unánime produce como es lógico el encuentro de doce personalidades que provienen de ambientes muy distintos, permaneciendo la teoría democratizadora de la institución de la justicia representada por la diversidad de esos doce hombres sentados alrededor de una mesa de debate.
No deja de ser curioso que Mikhalkov desecha la introducción de la tan cacareada paridad sexual porque ninguno de los doce miembros del jurado es una mujer, permaneciendo como anécdota que la juez que preside el tribunal sea una mujer; porque remodelando la historia original, actualizándola por así decirlo, nada hubiera chocado la introducción de personajes femeninos que además complementarían el espectro social que Mikhalkov nos ofrece pretendiendo radiografiar la sociedad rusa actual, en la que cabe suponer que las mujeres tendrán algo a decir.
Basándose pues en la conocida mecánica de la trama ideada y escrita por Reginald Rose, Mikhalkov se cuida de realizar un fresco de la situación rusa de la época: imágenes de la contienda con el pueblo checheno se ofrecen a modo de flashback para situar la desgraciada infancia del joven acusado, mientras las historias de cada jurado nos son contadas por los propios protagonistas sin más recursos que su propia dicción y gesticulación convocando la atención del espectador que debe estar atento a los matices de esos doce intérpretes de la buena escuela rusa, entre los que se halla el propio director, Nikita Mikhalkov como Jurado 2, ya que por su número son enunciados en los títulos de crédito y luego, en un pequeño truco del director, seguiremos en la confusión de la falta de identificación personal de estos doce señores.
Pero nos quedaremos con sus profesiones, con sus ocupaciones, con su vida: sin saber sus nombres y ni siquiera su número de jurado, recordaremos lo que de su vida nos han contado el taxista, el médico, el jubilado, el funcionario, el enterrador, etc., consiguiendo Mikhalkov que ese anonimato personal se difumine dejando paso a la generalización representada por la ocupación como muestra de la diversidad social de la nueva Rusia y el espectador escuchará atentamente las vicisitudes y dificultades que han pasado todos y cómo esos conceptos vitales influyen en sus decisiones a la hora de votar en torno a esa mesa de debate buscando la unanimidad que tranquilice sus conciencias y les libere de su encierro.
Provista de un metraje de tres horas, el doble de la original, esta película que estuvo nominada a los premios Oscar (perdió ante Los Falsificadores, ya comentada aquí) en algún momento se hace larga pero remonta gracias a un guión que se sigue con interés por los datos que ofrece de país tan lejano y desconocido como es Rusia y, además, la labor de los intérpretes resulta muy eficaz, siendo un descubrimiento para ojos más occidentales y poco acostumbrados a la filmografía rusa.
En definitiva, una película a descubrir por aquellos que no hayan tenido la ocasión de verla, ni que sea por captar un aire de la Rusia actual y por confirmar que sí se puede rehacer al cabo de cincuenta años una película basándose en una idea vieja remozándola y actualizándola sin caer en el más espantoso de los ridículos, como, por otra parte, suele suceder: es decir, que la presente, puede que no sea una excepcional película, pero sin dudarlo un instante, es una excepción a la norma.
Tráiler


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