Hoy he llevado a cabo un experimento —no exento de riesgo por lo impredecible del ser humano— que ha consistido en transitar por una de mis rutas urbanas habituales, sin intención alguna de esquivar a cuantos han caminado en dirección contraria a la mía mientras miraban el móvil. Durante una hora —más o menos— y tal como esperaba, ha habido colisiones.
Un par de ellas merecen unas letras.
La primera ha sido contra un adulto cercano a la cincuenta. En ese segundo en el que hemos estado a escasos centímetros el uno del otro —hasta el punto de que he podido observar los pálpitos de su nuez puntiaguda, y él leer en visión macro la amigable palabra impresa en mi mascarilla, que no es otra que motherfucker— el tipo ha exclamado: «¡Hostia!» y yo he pensado: «Sí, la que te daría con la mano bien abierta». Acto seguido, al tiempo que se ha disculpado, nos hemos esquivado como si el mero roce supusiera la muerte por electrocución.
La segunda experiencia empírica, ha sido con un trío de chicas anoréxicas, no creo que mayores de dieciséis años, que caminaban al mismo paso como un ente uniforme, temerario, rápido y decidido, como si no existiera nada en su sentido de marcha. Imbuidas en sus respectivos móviles, han vuelto de la realidad virtual a la puta, al impactar conmigo. La primera ha exclamado un sentido «¡Tíooooo!». La segunda ha proferido un musical «¡Jooooo!»; y la tercera, a la que le presupongo una neurona de más que a sus amiguitas, puesto que su queja han sido dos vocablos, me ha espetado: «¡Ayyyy, tíooooo!».
He leído en sus jóvenes miradas irritadas, algo así como «¡Puto viejo!» y «¡Tú sí que eres hijo de puta!». No sirviéndoles de aprendizaje, han pasado de mí, como hacen las personas afortunadas con los contendedores de basura, cuando tienen la nevera llena. Se han reagrupado y reiniciado la marcha como si fuera el resto del mundo quien debiera apartarse, levantado las miradas de su adicción sin detenerse, solo el tiempo justo para contemplarse en todas las jodidas cristaleras de los escaparates.
Otro día más en la puta ciudad.
Otro día sonriendo, después de todo.