En abril de 2003, un joven montañero llamado Aron Ralston, realizaba una ruta por las estrechas grietas del Bluejohn Canyon, en el Canyonlands National Park (Utah). Mientras abordaba una de las hendiduras, la roca que le sustentaba se vino abajo precipitándole al fondo de la grieta y atrapando su antebrazo derecho en la caída. Tras realizar todo tipo de intentos para liberarse de esa obstrucción, Ralston vio claro que iba a morir allí. Grabó su nombre en la roca y utilizó su videocámara para dejar mensajes de despedida a su familia. Nadie sabía donde estaba y era totalmente imposible que un equipo de rescate pudiera localizarle con vida. Racionó el agua y los pocos alimentos que tenía en la mochila y pudo aguantar cinco días hasta que la deshidratación aguda empezó a hacer mella en él provocándole todo tipo de alucinaciones. En los pocos momentos de lucidez que tenía, decidió hacer lo único que podía salvarle. Y esa opción no era otra que la amputación. Tras realizar el hiriente procedimiento, usando su navaja barata multiuso, aún tuvo que andar varias millas y hacer rápel, hasta que encontró a un matrimonio de excursionistas que avisaron a los servicios de rescate del parque.
Esta historia brutal pero profundamente conmovedora, llevaba más de cuatro años en la mente del director Danny Boyle. Tras el esfuerzo y la escala de producción de Slumdog Millionaire, el realizador británico quería rodar una historia intimista, de pocos personajes, centrada en el descubrimiento de las entrañas del espíritu humano. Y la epopeya de Aron Ralston encajaba exactamente con sus propósitos.
No soy, precisamente, un admirador de la carrera de Boyle. Nunca me han interesado ninguna de sus cintas, tanto las más aclamadas como las procedimentales. Su técnica visual y su puesta en escena, así como los temas que solía tratar no me implicaban en absoluto. Sin embargo, debo admitir que, en 127 horas, logra una película de altísimo mérito. En esta ocasión, su estilo visual agresivo, colapsante en ocasiones, se ajusta muy bien a la historia que nos cuenta. Nos permite visualizar claramente el contraste entre el ajetreo de una gran ciudad y la tranquilidad y soledad aplastante de un paraje inhóspito y desértico. Nosotros, como espectadores, experimentamos esa transición, ese cambio radical de ámbitos geográficos.
Además, nos obsequia con algunos planos magníficos entre los que destacaría aquél en que un desesperado Ralston mira hacia arriba, en busca de ayuda, mientras la cámara se va alejando progresivamente, ganando perspectiva, hasta mostrarnos cuán absoluto es su aislamiento. No es más que una mota de polvo en la inmensidad de un territorio que lo aplasta en toda la extensión de la palabra.
Además, la película supone la consagración de James Franco como actor de primerísimo nivel. El joven intérprete, que es ya una de las promesas más relevantes del nuevo Hollywood, está espléndido en todo momento. Su interpretación es prodigiosa porque consigue trasladarnos sus penurias gracias a la naturalidad y verosimilitud de su expresión, sus gestos, sus gritos. Enfrentarse a un papel así supone un auténtico tour de force y un reto personal para cualquier actor. Una gran dificultad que Franco supera con gran solvencia. Consigue meternos a fondo en la lucha de un sólo hombre contra la naturaleza, que parece condenarle a una muerte sin remisión a no ser que tome una decisión que va contra el propio espíritu de supervivencia humano. Se viven momentos durísimos cuando asistimos a la amputación y previamente vemos como tiene que romperse el hueso para seguir cortando. Es algo espeluznante, muy fuerte, desagradable... pero está excepcionalmente bien representado e interpretado.
Hace unos meses escuché una entrevista a un reputado científico que me dejó impactado cuando afirmó con rotundidad: "Yo llevo toda mi vida luchando contra la naturaleza. Buscando nuevas vacunas que protejan a las personas de las enfermedades que ella desarrolla, de los ataques constantes que sufrimos por parte de la presunta madre naturaleza... pero yo me pregunto ¿qué madre es esa?. Qué madre trata constantemente de matar a sus hijos con catástrofes, enfermedades, y embestidas de todo tipo..."
Más allá de la contundencia sin límites del buen científico, no hay duda de que la naturaleza puede acabar con nosotros en cualquier momento o, en cualquier caso, puede limitar drásticamente nuestros movimientos. Es una lucha permanente en la que el ser humano tiene las de perder pero, antes, siempre tratará de resistirse haciendo lo necesario para conseguir salvarse. Y ese es el espíritu de supervivencia que tan bien refleja esta película.
Colin Firth hace una gran interpretación en El Discurso del Rey pero, si yo fuera académico, tendría claro mi voto en la categoría de mejor actor. Votaría claramente a James Franco por la sublime interpretación. Sobre él recae, exclusivamente, el peso del film e interviene a lo largo de todo el metraje. Eso es algo que no pueden decir el resto de los finalistas.
De la misma forma que 127 horas es un film digno de todo tipo de alabanzas también me resulta evidente que se trata de una cinta que, por su propio contenido, es difícil de ver en más de una ocasión. El efecto de sufrimiento que te transmite ya no será igual en sucesivos visionados e incluso puede resultar excesivamente desagradable como producto de consumo audiovisual en los próximos años.
Su propia excelencia es también su mayor maldición.