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Los ciclos estacionales, hostia. Todo es cíclico porque pasó el otoño del que ya hablé. Porque pasó el frío invierno, duro como una erección matutina y largo cual polla senegalesa. Y llegó la primavera, sí. Llegó con las jodidas pelusas de los plataneros híbridos inundando los paseos de la ciudad. Con su impredecible equilibrio entre frío y calor, y sus irritantes pólenes alergénicos jodiéndonos el lagrimal y la mucosa respiratoria. Llegó la puta primavera como la hermana bastarda de la aceptación y la tendencia, porque ahora toca anticiparse al verano y rendirse al estímulo constante, subliminal y siempre excesivo, que dice te vendas al estereotipo y seas otro cuerpo que prostituye su autoestima en el gimnasio, para que desaparezcan esas grasas mal metabolizadas y así mirarte en el espejo hasta dar con el envoltorio propagandístico. Llegó la puta primavera como ese espejismo de preludio y posibilidad, donde parece que todo puede ocurrir y nada ocurre. Llegó como la estación predilecta de las vidas rotas que dará cobijo, una vez más, a todos los suicidas en su tramo final. Llegó la puta primavera como la época engañosa de las fragancias que, nada más nacer, morirán asfixiadas por la goma quemada de los neumáticos. Llegó como esa fuente de luz y color de la que brotan promesas de amor eterno, que serán rupturas prematuras acuchilladas por despecho. La puta primavera llegó, a fin de cuentas, con sus dulces encantamientos de naftalina y mierda seca.
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