El informe de un gran jurado de Pensilvania sobre los abusos sexuales de más de 300 clérigos a más 1.000 menores de edad durante siete décadas en ese Estado ha despertado no sólo «vergüenza y dolor» por los aberrantes delitos cometidos —como menciona el comunicado de la Santa Sede— sino incluso más por la escalofriante impunidad con que sucedieron y la igualmente delictuosa complicidad de algunas autoridades eclesiásticas locales al tolerar y encubrir los abusos. Porque al encubrimiento de los delincuentes —supuestamente para evitar escándalo para la institución— se sumaba el sólo trasladarlos, en las mismas funciones, a otras parroquias donde seguirían cometiendo los mismos delitos.
Este escándalo, como el de 2002 en la arquidiócesis de Boston —que inició en el Vaticano una necesaria y creciente intolerancia con la pederastia— y el actual en Chile, entre otros denunciados, han afectado grandemente la confianza en la Institución —alejada por algunos de sus miembros, sacerdotes y prelados, de su verdadero mensaje y sentido—: Estos 300 delincuentes han destruido a sus víctimas pero también la labor de los 41 mil sacerdotes (diocesanos o de órdenes) y los 74 mil hermanos religiosos en EEUU (datos The Mary Foundation, 2006).