Quien ve con suficiente claridad que la multitud está loca y que nadie o casi nadie hace nada juicioso en política y que no hay ningún aliado con el cual pueda uno acudir en defensa de la justicia sin exponerse por ello a morir antes de haber prestado ningún servicio a la ciudad ni a sus amigos, con muerte inútil para sí mismo y para los demás [...]
Me sorprendió el estado de alarma en pleno regreso de un viaje de ida y vuelta Madrid -Senegal en coche. El 27 de marzo de 2020 llegaba a esta ciudad sumida en el confinamiento domiciliario decretado por el estado de alarma, y como ciudadano consciente de la gravedad de una pandemia que sembraba la muerte por doquier, cumplí como uno más el largo confinamiento domiciliario en el interior de mi modesta vivienda. Procurando no exponerme al contagio al tiempo que aguardaba el fin del desbordamiento hospitalario en los maltratados servicios madrileños de salud hasta conseguir, a mi vez, recibir tratamiento para mi proceso
Durante el tiempo que duró ese sobrecogedor silencio que se apoderó de las calles y de la distancia en las relaciones sociales no me atreví -salvo por cuestiones muy puntuales-a añadir más entradas a este cuaderno, sabedor de que, no siendo sanitario o miembro de servicios esenciales, todo cuanto yo dijera no dejaría de ser superfluo. Evité, por tanto, hacer méritos para verme yo también concernido en lo que una mano anónima escribió en un muro de Pompeya hace millares de años:
Admiror te, paries, non cecidisse ruina qui tot scriptorium taedia sustineas.(Oh, pared, me maravilla que no te hayas hundido bajo el peso de tantas necedades)
A todo esto, escuché o leí con escepticismo a quienes aventuraban ingenuos vaticinios de que las personas saldríamos de esta crisis habiendo mejorado nuestro carácter o nuestro comportamiento.
Hoy, cuando las vacunas creadas por el esfuerzo de los investigadores científicos nos permiten vislumbrar la luz al final del túnel, vuelvo a abrir este cuaderno en el noventa aniversario de uno de los momentos históricos en los que brilló otra luz de esperanza en España: 14 de abril de 1931, cuando la pacífica proclamación de la II República permitió que los españoles de entonces conocieran los principios de libertad, igualdad y fraternidad que constituyen los pilares republicanos. Hasta que los enemigos de esos valores no tuvieron el menor escrúpulo en derribarlos desatando una guerra civil que costó, al menos, un millón de muertos. Y no todos en el campo de batalla, sino fusilados a mansalva por el bando franquista vencedor, siendo enterrados en fosas comunes que, hasta hoy, no han sido totalmente descubiertas.
Reabro mi cuaderno y constato que mi escepticismo estaba fundado. Porque del túnel pandémico, del que poco a poco, con altibajos y natural impaciencia, con muertos todavía, parece que vamos saliendo, el escenario social no parece haber mejorado gran cosa. Las personas que antes del gran contagio eran educadas y solidarias, educadas y solidarias salen del mismo. Mientras que los hijos de puta, hijos de puta fueron durante el periodo más álgido de la pandemia, e hijos de puta salen de la misma. Y como tal se comportaron mientras la gente moría por millares víctimas del contagio en residencias de ancianos sin asistencia médica, hacinados en viviendas insalubres y en los hospitales mermados en sus recursos materiales y humanos por las políticas de recortes aplicadas a los servicios públicos por una panda de hijos de puta actuando al servicio de los intereses de esa forma de insolidaridad social llamada neoliberalismo.
Y de no ser por ese aniversario de esperanza republicana creo que no hubiera reabierto este cuaderno. Pues mi disposición de ánimo se encuentra al límite del hartazgo ante el espectáculo ofrecido por la mayor parte de la clase política del país. Y en especial de los partidos de la derecha montaraz que, durante la tremenda situación sanitaria y económica provocada por la pandemia, no han tenido otro objetivo que aprovechar cada instante de la terrible coyuntura para intentar derribar al Gobierno. Y digo espectáculo porque ese intento constante de derribo no lo han llevado a cabo mediante lo que sería un ejercicio legítimo y responsable de la política como acción, sino de la política entendida por ellos como esperpento mediático, narcisista y rayano incluso en la horterada cuando se reviste de banderas . Ejercicio que, lo diré una vez más, no les impide exhibir con el mayor descaro un talante de auténticos hijos de puta.
Con todo, lo más triste y desesperanzador del asunto es que esta mala gente que camina y va apestando la tierra aludida en los versos de Antonio Machado no ha aparecido en el escenario político por floración espontánea. Tampoco han sido impuestos a dedo por una dictadura, aunque bastantes de ellos la añoran y no se privan en invocar directamente. No, ellos están ahí, apestando la tierra, retrasando la curación de las personas enfermas, empobreciendo a las que trabajan, están ahí, digo, en virtud del procedimiento democrático del que tanto abominan.
La gran paradoja de la democracia es que, al mismo tiempo que en su virtud, permite el derecho de todo el mundo a ser elegible y elector, no puede evitar el vicio de que personas moralmente deleznables accedan a la condición de representantes del pueblo. Y sienten sus culos de hijos de puta en los escaños del Parlamento.
Se ha cuestionado mucho el actual sistema electoral vigente en España, cuyo método de asignación de escaños excluye millares de votos, lo cual supone una merma en la legitimidad de los finalmente electos para representar esa numerosa porción de voluntad popular que se arroja al sumidero en el recuento. Sería muy deseable una reforma de la ley electoral que corrigiera esa gran laguna. Pero, en cualquier caso, ningún sistema electoral garantiza que quienes lleguen al Parlamento vayan a ser los más honrados, competentes y bienintencionados en el manejo de la res pública.
Pero, repito, esta ralea de espurios representantes del pueblo están ahí porque hay gente que los ha votado. Viven entre nosotros, pasean por las mismas calles de la ciudad por las que paseamos nosotros, son nuestros vecinos. Lo cual hace que seamos cada vez más quienes experimentamos un sentimiento de absoluta desesperanza respecto a las posibilidades de progreso moral y solidario de la sociedad en la que vivimos. Escribo, por tanto, estas líneas mientras desde hace tiempo martillean en mi ánimo las palabras de un revelador pasaje leído en la República de Platón.
Pues bien, quien pertenece a este pequeño grupo y ha gustado la dulzura y felicidad de un bien semejante y ve, en cambio, con suficiente claridad que la multitud está loca y que nadie o casi nadie hace nada juicioso en política y que no hay ningún aliado con el cual pueda uno acudir en defensa de la justicia sin exponerse por ello a morir antes de haber prestado ningún servicio a la ciudad ni a sus amigos, con muerte inútil para sí mismo y para los demás, como la de un hombre que, caído entre bestias feroces, se negara a participar en sus fechorías sin ser capaz tampoco de defenderse contra los furores de todas ellas... Y, como se da cuenta de todo esto, permanece quieto y no se dedica más que a sus cosas, como quien, sorprendido por un temporal, se arrima a un paredón para resguardarse de la lluvia y polvareda arrastradas por el viento; y contemplando la iniquidad que a todos contamina, se da por satisfecho si puede él pasar limpio de injusticia e impiedad por esta vida de aquí abajo y salir de ella tranquilo y alegre, lleno de bellas esperanzas . (1)
Con mayor dificultad cada día, hago frente a esa tentación de apartarme de cualquier forma de activismo social asiéndome al célebre lema de Romand Rolland que contrapone el pesimismo de la razón al optimismo de la voluntad. (2)
Y si aún me queda un resto de voluntario optimismo para hacer frente al pesimismo racional, en un día como el de hoy es en atención a lo que Unamuno llamó la intrahistoria, es decir, "la vida callada de los millones de hombres sin historia" que con su labor diaria ha hecho la historia más profunda. De los millones de hombres y mujeres que, al margen del griterío de los profesionales de la intoxicación mediática y política, han permanecido en sus puestos: sanitarios, funcionarios, transportistas, empleados en los establecimientos de alimentación, limpieza y servicios en general, muchos de ellos con contratos de auténtica precariedad, que permiten que este país funcione en el día a día de la inacabada pandemia.
Somos muchos quienes aspiramos a ver restaurada en España la república, una forma de Estado que en principio aparece más natural, justa y participativa, más actual y sin hipotecas dinásticas ni religiosas. No obstante, el mero nominalismo no debiera engañarnos, pues no todos los estados que ostentan el nombre de república son democráticos.
Algunos, como es el caso de las repúblicas islámicas, adoptan este nombre para indicar que no son monarquías, pero la máxima autoridad no es elegida por el pueblo, sino nombrada por consejos de notables, a menudo oligárquicos e incluso familiares. Y ello sin hablar de los Estados Unidos de América del Norte, la primera república de la historia moderna, pero cuya organización política no ha impedido que llegaran a la presidencia tipos atrabiliarios como Trump. Ni que sus policías sean capaces de matar a un detenido indefenso.
Conservo una leve esperanza en que el disparatado nuevo proceso electoral en que esta impresentable clase política ha sumido a la ciudadanía de la región madrileña lleve hasta las urnas el voto sensato de esa ciudadanía que vive de forma callada limpiando la tierra que otros apestan. La construcción de una república precisa de un terreno de juego limpio de basura propagandística donde florezca la auténtica democracia.
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(1) Se ha comparado este lugar con Lucrecio, De Rerum Natura, II. 1 y sigs.
" Es dulce, mientras los vientos turban sobre el inmenso mar sus llanuras, mirar desde la tierra el enorme trabajo de otro, no porque gozar en placer signifique contemplar la vejación de alguien, sino porque es dulce comprender de qué males estás exento tú mismo".
El ideal epicúreo entiende que el mayor bien del que se puede disfrutar en esta vida es la paz del espíritu. Lo que Lucrecio propone en el pasaje "es dulce mientras los vientos turban..." no es gozar de manera egoísta y sádica viendo los sufrimientos del forzado que rema en el trirreme bajo el látigo del cómitre. Tal cosa no sería compatible con la paz del espíritu. De lo que se trata es de gozar con la liberación que supone no emprender arduos trabajos que nos hagan esclavos de espurios intereses.
Pero la idea no es exactamente la misma: el filósofo de Platón no se alegra al verse libre de los males ajenos, sino que al alejarse de la locura e iniquidad experimenta cierta tristeza por el hecho de no haber podido salvarse él salvando al mismo tiempo a los demás. Tampoco puede hablarse aquí del idiotés ἰδιώτης griego: el que sólo se ocupa de sus asuntos. Ya que se trata precisamente de todo lo contrario, el filósofo ha intentado mediar en la vida pública, y muy a su pesar se ve obligado a retirarse de ella al comprobar el fracaso de sus indicaciones.
También Tomás Moro, en su Utopía, hace referencia al pasaje:
"Estando en semejantes Asambleas, no siempre hay ocasión de hacer el bien; el hombre bueno más pronto se pervierte en ellas que logra la enmienda de los demás. Y si no le echa a perder esa mala compañía, si sigue siendo bueno e inocente, cúlpanle de la maldad e insensatez ajenas. Así, pues, es imposible seguir ese camino tortuoso para hacer que las cosas se tornen mejores. Por eso Platón, en una hermosa comparación, nos dice por qué los sabios se guardan de interponer su autoridad en la República. Cuando ven que la gente que pasa por las calles se moja porque está lloviendo y que no pueden persuadirla a que vuelva a su casa, como saben que, si salen ellos, no lograrán sino mojarse también, se quedan en sus moradas contentos de hallarse bajo techado, ya que no pueden curar la necedad de los demás".
(2) Lema atribuido por la costumbre al político comunista italiano Antonio Gramsci. "Soy pesimista con inteligencia, pero optimista por voluntad", afirma Gramsci en una carta a su hermano Carlo, escrita en prisión el 19 de diciembre de 1929. Pero, a decir verdad, la paternidad del lema corresponde al escritor francés Romain Rolland (1866-1944). Nobel de Literatura en 1915, de él llegó a decir Stefan Zweig, durante los años de agitación previos a la II Guerra Mundial, que representaba "la conciencia moral de Europa". Paternidad del lema que Gramsci se la reconoce a Rolland en las palabras que dirige a los anarquistas Discorso agli anarchici en la revista L'Ordine Nuovo (10 de abril de 1930).