Ella siempre celebraba el 14 de febrero. A pesar de sus taytantos, a pesar de que sus amigas la dijeran que aquello era una tontería y que el romanticismo no existía, a pesar de que Encarnita, su compañera de oficina, la recordara una y otra vez aquello del “Día de El Corte Inglés”. A pesar de que abrir el periódico o ver las noticias no daba precisamente para creer en aquello del amor. A pesar de todo, ella siempre lo celebraba.
Ya podía llover o hacer frío, que todos los 14 de febrero, a eso de las siete de la tarde, se plantaba en aquel banco del Parque de su barrio de toda la vida, y durante al menos media hora miraba de cuando en cuando y disimulando con un libro abierto sobre las piernas (el mismo desde hace veinte años), aquel número 27 de la calle.
Aquel mismo portal que miraba hace más de veinte años, con el mismo libro entre las piernas y el alma a punto de salir corriendo. El mismo portal desde el que vio salir a la calle a su novio, o más bien -aunque eso lo supo con los años- a la que ella creía el hombre de su vida. Claro que sonríe al pensar que, de alguna manera, sí que lo es. Le enseñó algo que ningún otro hombre ha sabido enseñarla. Desde aquel mismo banco le vio salir, desde el mismo sitio que durante más de una hora la había oído susurrar todo aquello que le iba a decir. Que estaba dispuesta a todo por él, que todo lo dejaría y todo sería poco si es que él se lo pidiera. Que no volvería a discutir con él ni a salir con sus amigas sin decírselo. Que su cuerpo sería suyo y que estaba deseando que lo fuera. Castillos de naipes, de palabras, construidos febrilmente en aquel banco. Y ahora a veces mira por el suelo de tierra debajo del banco, por si acaso queda alguno enterrado después de tantos años. Arqueología del desamor.
Porque eso es lo que hicieron las palabras al ver salir a sus rizos y sus pecas, a las manos que la volvían loca y a los brazos en los que suspiraba encerrarse, de la mano de la Vito, una conocida, más que amiga, con la que incluso alguna vez había cruzado dos palabras. Y se quedó en el banco, como las canciones tristes que oía su hermana mayor en el comediscos. El la vio en aquel banco y siguió su camino al tiempo que abrazaba a la morena, y ella se sintió como un libro gastado en una estantería. Un poco juguete roto, un poco cero, un poco nada.
Nunca fue de llorar. Y no lo hizo tampoco sobre la arena que ahora mira después de tantos años. Simplemente bajó la mirada, y con ello un poco las persianas de su mundo al resto. Después de aquel banco, y durante mucho tiempo, todo fue lento, todo fue febrero. No quería morirse ni nada por el estilo. Tan sólo quería que todo fuera lento, los pasos lentos, la gente lenta, el tiempo lento. Y que entonces, un día, él volviera a llamarla, a buscarla, a levantarla de aquel banco. Y que todo volviera a su velocidad normal, y que no pudiera recordar nada de lo que hubiera pasado en el tiempo lento que hubiera entre el banco y su vuelta.
Pero no ocurrió. En realidad ella ya había vuelto a una velocidad normal y a las sonrisas, y a coquetear con Antonio, Juan o a pasar una maravillosa semana con Esteban en Salou, cuando le llegó la noticia de la boda de la Vito. Y como seguía viviendo en el Barrio, volvió un 14 de febrero a sentarse en aquel banco, tan sólo por probar que ya no ejercía de botón de pausa en la velocidad del mundo. Y se sintió bien. No les deseó suerte ni malditas las ganas de hacerlo, pero no dolía. De vez en cuando, a través de conocidos, llegaban historias sobre la vida de él. Un hijo, una discusión en la calle, un coche de policía en el portal. Y se acordaba del banco y de la espera, pero también de ciertas miradas de odio y apretones sin sentido, de empujones y desprecios que ella creyó tan merecidos como para haberle esperado y casi dado su vida aquel 14 de febrero, cuando salió del portal con La Vito.
La Vito. Victoria Muñiz Granero, para ser exactos. Tan exactos como los periodistas describiendo su cuerpo ensangrentado y sin vida en la calle. 14 puñaladas. Todas por aquellas manos que una vez la habían apretado, acariciado y empujado. Las mismas manos aferradas a un volante en un coche calcinado al golpear con mala suerte un camión cisterna mientras huía. No sintió dolor por él, pero se sintió la Vito. Ella lo fue hasta aquel día de San Valentín. Supo que a él le hubiera dado lo mismo ella que la poseedora del cuerpo lleno de sangre en la calle y en las noticias. Sólo eran cuerpos, sacos de golpes y sábados por la noche o cuando fuera, elementos adjuntos a su condición de hombre. Parte de ella estaba tumbada con la Vito en el suelo. Y sentía frío.
Y desde entonces, todos los 14 de febrero, ella se sentaba en aquel banco. Y le daba gracias al asesino porque la hubiera dejado, y le odiaba por haberla matado, y le agradecía maldiciéndole con los mismos susurros con los que iba a pedirle que la amara. Y se sentía viva, y al volver a casa y abrazar en silencio a su marido, aquel Esteban de la semana de Salou, el que jamás la felicitó en San Valentín, pero que de vez en cuando la traía un par de tostadas y dos rosas con un café a la cama los domingos, entendía que el amor puede que fuera ciego, pero que al menos se debe dejar palpar un poco con las manos, antes de que en la oscuridad te des de bruces con el suelo.
Comparte Cosechadel66: Facebook Google Bookmarks Twitter