Revista Cultura y Ocio

15 de julio, una vida

Por Hun_shu

Duerme. Veo a mi madre en el ataúd, cubierta con una fina sábana blanca, rodeada de coronas de flores, en paz, serena. He visto ese gesto antes cuando la despertaba de la siesta, y volvía de los sueños con esa calma inocente de una niña que siempre veía reflejada en sus ojos azules. La veo ahí dentro, inmóvil, y pienso que duerme, y que en algún momento se despertará y me cogerá de la mano. Y yo la tranquilizaría, como hacía ella conmigo de pequeño, abrazándome, llenándome con sus brazos de cariño y de reconfortante calma. Veo su cuerpo delante de mí, cuando hace apenas unos meses esquivaba las garras de la parca, y deseo posar mi cabeza en su regazo. Cerrar los ojos como ella y que me cuente un cuento para dormir mi vida. Los dos juntos en un mundo diferente a este. Quiero que me cuente qué ha hecho ese día, qué película ha visto, qué ha comido y se despida de mí como hacía estos últimas semanas, cuando besaba su frente antes de dormir y me agarraba la mano, regalándome palabras que solo ella sabía cómo me hacían sentir. 

La muerte es siempre tan inoportuna. Me he quedado con tantas cosas por decirle. Al final, en la vida solo tienes a tus padres, tu familia, unos pocos amigos y muchos libros, películas, canciones y otras historias que forman parte de tu selecto círculo de privilegiados. ¿Acaso necesitamos más? Ella me enseñó que no era necesario, que el único lugar al que pertenecemos está siempre cerca de nosotros, en esa cotidianidad de la que a veces queremos huir. Quisiera creer, quisiera de veras poder creer en algo más allá que esta realidad limitada. Quisiera que ella, ahora, pudiera reunirse con su madre, mi abuela. Y que esta, más joven que mi madre, la siguiera llamando "mi niña". Que sintiera una pena inicial pero una gran alegría por ese reencuentro al final del camino, donde las aguas se expanden en equilibrio hasta llegar al mar. Y que de alguna manera ella también pudiera estar dentro de mí, que formara parte de mi ser hasta mis últimos días, calmando mis miedos, alegrándose por mis fortunas, consolando mis lágrimas. 

Estos últimos días había estado pensando mucho en ella. Recordaba los viajes que hicimos todos juntos por esos mundos. Los cumpleaños vividos, las buenas noticias, sus respuestas sencillas a mis preguntas trascendentes. Sus vestidos de verano. Las cosas injustas que alguna vez pronuncié, lejanas y difuminadas en algún lugar perdido de mi juventud. Todas las alegrías que quería compartir con mi padre, mi hermana, mis sobrinos. Conmigo. Esa mirada y esa sonrisa. En su cara aprendí a reconocer el amor. 

Siento un gran vacío y una pena anestesiada cuando escribo estas palabras, todavía incrédulo ante su pérdida. Y sé que se abre un escenario nuevo delante de mí. No sé muy bien dónde me llevará, tampoco me importa. Quiero sentir su fuerza y su cariño tranquilo en cada paso que doy, su compañía y protección, su sabiduría y su inocencia. Ver a esa niña de grandes ojos azules que soñaba y corría por la calle, y que un día se convirtió en creadora de mi universo, gota de agua que permanece suspendida ingrávida en el tiempo. Y hacerla sentir querida en la distancia. 

Madre, yo te canto desde mis adentros, agradezco la vida que me diste, no quiero perderte nunca, te querré siempre.


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