"A principios del siglo XXI la Tyrell Corporation desarrolló un nuevo tipo de robot llamado Nexus -un ser virtualmente idéntico al hombre- y conocido como Replicante. Los replicantes Nexus 6 eran superiores en fuerza y agilidad, y al menos iguales en inteligencia, a los ingenieros de genética que los crearon. En el espacio exterior, los replicantes fueron usados como trabajadores esclavos, en la arriesgada exploración y colonización de otros planetas. Después de la sangrienta rebelión de un equipo de combate de Nexus 6 en una colonia sideral, los replicantes fueron declarados proscritos en la tierra bajo pena de muerte. Brigadas de policía especiales con el nombre de unidades de Blade Runners tenían ordenes de tirar a matar al ver a cualquier replicante invasor. A esto no se le llamó ejecución, se le llamo retiro."
Los Ángeles, Noviembre 2019
Deberíamos no tener cuerpo, no obedecer sus servidumbres, no tener que esmerarnos en su cuidado si queremos hacer que dure más o no caer en los excesos para que no flaquee o enferme. Es traumática y festiva también la relación que tenemos con él desde que percibimos nuestra existencia o la suya, no se sabe bien. No hay nada que sea más nuestro que su presencia tangible e inevitable. Lo del alma es un artefacto metafísico. Al cuerpo le encomendamos que nos agasaje, como si dentro suya anduviésemos nosotros, pendientes de que haga con rigor su trabajo y no desatienda la rendición prevista de placeres. Le exigimos que funcione a pleno rendimiento, le pedimos (sin los protocolos y la educación que merece) que nos abastezca de júbilos y, en esa conversación entre el cuerpo y nosotros, andamos, dormimos, hacemos la digestión, pasamos frío, sudamos o fornicamos. Salvo lo que pensamos (y no siempre) depende de su estado de forma. Anoche, leyendo en el sofá, tuve la sensación de que él iba por un lado y yo (ya digo, mi cabeza, lo que no es enteramente la máquina que anda o duerme o hace la digestión o pasa frío o suda o fornica) iba por otro. Cerraba los ojos, sentía nublarse la conciencia, percibía a ratos la luz de la lámpara y escuchaba también a ratos el disco que había puesto (uno de John Coltrane a un volumen muy bajo).
Acepté que el día había acabado y que no era posible seguir leyendo (unos cuentos de Cheever) por lo que apagué la lámpara y el equipo de música, dejé los cuentos en la mesita y me encaminé pasillo adelante hacia el dormitorio. Nada más ocupar la cama y buscar acomodo en las sábanas me desvelé. Lejos de contrariarme, me calcé las zapatillas de casa y regresé a la salita. Hola, Cheever; hola, Coltrane. No sé si estuve una hora más, quizá no tanto, pero cuando volví a la cama, ya bajo mi voluntad, cuando vi que la hora era avanzada, sentí una de esas benditos momentos epifánicos, que escapan de la rutina y de la banalidad y de la fría concatenación de cosas que nos suceden durante el día y que son ajenas y no nos llenan; sentí que era dueño de mi cuerpo o que mi cabeza (empozoñada a veces por vicios y por torpezas) había triunfado, hecho lo que le apetecía (leer a Cheever, escuchar a Coltrane), aunque al día siguiente, por disfrutar esas horas de felicidad privada, el cuerpo cobrara su peaje y me levantara con la resaca que sin titubeos acarrean ciertos excesos.
No tiene uno ya completo dominio de su cuerpo, padece más achaques de los que desearía, le afectan cien quebrantos, se duele de mil punzadas, pero todavía sabe aceptar órdenes y reconocer quién manda. Llegará el momento (ay) en que cada uno vaya por su lado o, cosa más dolorosa aún, que ninguno tenga claro qué camino coger o cuál no. Me acordé, en sueños, del gordo Hitchcock. No se sabe bien a qué vienen esas imágenes que prorrumpen casi violentamente cuando no las esperas. Las tienes en la cabeza, pero ignoras qué deseo las anima, si anhelan hacerse un hueco o estarán ahí, en la memoria infinita, en la insondable, hasta que sean verdad las palabras del poeta y seamos polvo o lo que quiera que podamos ser cuando no tengamos cuerpo que nos alegre o nos perturbe y la cabeza no tenga opinión y no podamos contar con ella para lo que se nos ocurra.
La memoria cinematográfica invita a Roy Batty, el atormentado replicante de Blade Runner, y le escucha de nuevo contar su oración, la rendición dulce y mansa de las cosas que ha visto, las naves en llamas más allá de Orion, los rayos brillando cerca de la puerta de Tannhäuser, todos esos momentos que se perderán cuando no estemos. Como lágrimas en la lluvia. Y no es pesadumbre esa certeza, no lo es en absoluto: es la constatación de que el tiempo avanza y lo hace a beneficio nuestro a pesar de todo. Se nos debería hacer el test Voight–Kampff para que se cuantifíque nuestro rango de empatía. Como si fuésemos replicantes y se tuviera que discernir si somos más humanos que los humanos, como publicitaba la madre, la Tyrell Corporation. Lo que ya somos es Roy. Nunca hemos dejado de serlo. Tenemos fecha de caducidad. Cuando partamos, qué se perderá, qué tesoros se irán con nosotros. Batty lo expresa así:
. " He visto cosas que vosotros no creeríais. Atacar naves en llamas más allá de Orión. He visto rayos C brillar en la oscuridad cerca de la puerta de Tanhäuser. Todos esos momentos se perderán en el tiempo como lágrimas en la lluvia. Es hora de morir ". Recuerda su sacrificio, su vuelo redentor, su recitativo de William Blake, el poeta visionario inglés. El actor holandés aporta un físico inconmesurable: en cierto modo, Blade Runner es su rostro bajo la lluvia.
La complejidad temática de Blade Runner lastró su carrera comercial. Los casi treinta millones de dólares que costó dibujar el futuro y reescribir la fantasía de Dick, su ciudad devastada, su particular obsesión por la ética de la robótica, ese cyberpunk místico, no tuvieron una contraprestación inmediata. El film fue vapuleado en la crítica de la época. Se esperaba que el recién encumbrado director Scott imprimiera un ritmo más ágil, más en consonancia con una obra de acción, pero Blade Runner es una indagación de primer orden sobre la naturaleza del alma humana y sobre la religión como motor de la existencia. El androide Batty busca a su Dios, al que sacrifica porque no le proporciona las respuestas metafísicas que reclama. Esta espesa consideración no entra ( ni con calzador de última generación ) en el libro de estilo de las películas de acción. Con el tiempo, Blade Runner se ganó una fama merecida. Supo presentar una serie de cuestiones morales que son ahora, dos decadas largas después de su estreno, objeto de reflexión en los foros culturales al uso. La imagen de la muerte del replicante Roy dejando escapar una simbólica paloma constituye una de los iconos cinematográficos por excelencia, en mi muy modesta opinión, del cine contemporánea igual que han pasado a la esa memoria colectiva las escenas de Bogart y Rains en el aeropuerto de Casablanca, Cary Grant huyendo de un avión en un páramo desértico o Vivien Leigh jurando no volver pasar a hambre.
La voz en off de Deckart remite directamente a Raymond Chandler, al cine negro de los años 40. Las gabardinas con cuellos largos y las aspas de los ventiladores en la oficina del detective crean la ilusión de que estamos asistiendo a una película de John Huston y que Bogart puede aparecer en cualquier momento, desencantado de la vida y hastiado de ver tanto horror. La posibilidad de que el propio detective sea un replicante, manifestada en alguna ocasión por Ridley Scott, entrega un objeto más de culto.
Apocalíptica y distópica, Blade Runner resiste múltiples visionados. Cinéfilos de pro coinciden en que hay películas con membrete de clásicas que difícilmente logran superar la prueba de ser vistas de modo continuo por el espectador. Tengo yo a un buen amigo que jura haber visto Blade Runner cuatro veces seguidas y haber encontrado en cada pase un motivo de gozo diferente. Me tengo yo por fan declarado. La he visto las veces suficientes como para odiarla, pero ha ganado en talla, en altura artística.