Leer no garantiza que seamos más felices. Ni siquiera que la felicidad nos visite mientres leemos. Es incluso posible que la lecture nos procure un paraíso inverso, un desorden emocional que no posee quien no ha abierto libro alguno. El habito de la lectura no crea mejores personas. Muchas de las barbaries cometidas por el hombre han nacido en los libros. Las propias religiones han mantenido un enconado y sospechoso recelo hacia los libros. Los jerifaltes de la Iglesia Católica, a lo largo de sus muchos siglos de imperialismo moral, elogian la ignorancia. La ajena, claro. El que no lee vive en la oscuridad. En la oscuridad, el pueblo es más fácilmente manipulable. El pueblo, una vez manipulado, se deja gobernar con pasmosa mansedumbre y se aviene al credo de quien custodia la palabra, el libro. Todavía vemos actitudes en quienes gobiernan que nos obligan a pensar en estas desviaciones del pasado perverso. Me duelen los recortes por lo que significan en el futuro: no en el ahora masacrado sino en el mañana al que sacrifican.
Los
monasterios, las abadías y todo edificio de inspiración cristiana alberga,
tutela y, por último, oculta montañas de libros, aunque ya amengua esa
tesorería fantástica y el libro, por fortuna, por el signo de la modernidad, se
ha democratizado. De eso, del libro como hechizo o del libro como arma del demonio
habla Umberto Eco en su fabuloso El nombre de la rosa:
de la ocultación del conocimiento, del libro como revelación y como instrumento
diabólico. (Aristóteles, la risa). El diablo, ya se sabe, se embosca en
las palabras, y las maneja a su antojo para profanar la dura coraza de la fe y
pervertir al pobre que se atreve a leer. Y ahí hemos andado dos milenios. Se
tardará en salir. No confía uno en que de verdad la luz vence a las sombras.
Leer es una
actividad de riesgo. Como escribir. El escritor es un agitador social y el
lector es el incauto que ha perpetrado el pecado terrible de buscar, ajeno a
tutor o guía alguno, la verdad o el conocimiento o la belleza. En las guerras,
lo primero que hacen los soldados es quemar las bibliotecas. Piras funerarias de
historias. Caligrafía quemada. Letras que arden. Los libros arden mal,
escribió Manuel Rivas.
Me cuesta
cada vez más concentrarme en lo que leo. Me distrae lo que he leído. Pienso en
las cosas que no debería y la línea por la que discurre el relato se expande,
adquiere proporciones fantásticas, incluso llega un momento en que ni la
reconozco siquiera. Esa línea es la que hace que uno decida escribir. Leer no
solo es una actividad de riesgo. También es una actividad tóxica. Hay una
cantidad enorme de veneno en las palabras. Las hay inofensivas, las hay
tiernas, las hay amorosamente cándidas, pero en cuanto se encuentran y se
entabla entre ellas el diálogo son de verdad temibles. En lo que uno lee, en
las palabras cosidas unas a otras, está también todo lo que no ha leído. Las
historias tienen su envés. Unas historias te llevan a otras historias. Yo, al
leer a Lovecraft, no puedo evitar que se me aparezca Poe. O era
al reves. Primero Poe, luego Lovecraft. Y cuando están ahí los dos,
observándome, no puedo evitar pensar en la escritura. En eso consiste leer: en
querer escribir. Voy a escribirlo otra vez, matizado, personalizado: cuando yo
leo, casi siempre termino escribiendo. No suele pasar al revés. Que escribir me
incite a leer. Es cosa de razonarlo todo esto con calma.
En principio creo que hablo más que escribo, pero hay
ocasiones en las que pienso en que debería escribir más de lo que hablo. En
otras, a lo visto, más valdría no excederme ni en escribir ni en hablar y
esmerarme en leer o en escuchar. Pasa que cuanto más leo, por lo general, más
ganas me dan de escribir y que, en la misma trama de afinidades, cuanto más
escucho, más me animo a hablar. Puedo controlar tres de esas formas de entablar
un diálogo con el mundo. Con la que no hay manera de rebelarme es la de
escuchar. No sé cómo librarme de esa influencia. No vale el recluírme. Dentro
de casa hay vías por las que se adquiere una noción bastante exacta (a veces
atropellada y brutal) de lo que pasa afuera. No tengo ninguna convicción firme
sobre lo que hacer. Si adiestrarme a tiempo completo en el oficio relatado
(leer, escribir, hablar, escuchar) o declararme incompetente durante unos días
y ver después en qué he ganado o qué he perdido durante la convalecencia mediática.
A lo que me cuesta renunciar es a pensar. Juro que lo he intentado con ahínco.
He probado a dejarme llevar. A no ahondar en las cosas. A verlas venir y a no
interponer contra ellas ninguna declaración amistosa u hostil. Dejarse ir tiene
su pequeña cuenta de daños. Todo a lo que uno renuncia regresa más tarde más
fieramente. He comprobado que el azar no es azaroso completamente. Que te
guarda las cosas. Las buenas y las malas. Quizá más de unas que de otras. No sé
este quebranto mío de jueves nevado en mi pueblo a qué conduce. Puede que no
sea su cometido el llevarme a ningún sitio. Se está bien aquí, a pie de
teclado, mientras afuera el día está norteño y la nieve ameniza la mañana,
escuchando a Keith Jarrett en Colonia a un volumen muy discreto, esperando
salir después a tomar una cerveza con los amigos. Es posible que en la barra
del bar, pensando en todo esto, recule y me escandalice mi promiscuidad verbal.
De verdad que no lo hago por molestar. Es que hay veces en que me duele la
realidad y no sé cómo atajar el dolor. No tengo otra cosa a mano.
Cuento entre
mis aficiones la de no permitirme perder ninguna. Una de las más queridas
es la de las palabras. Prueba uno el sabor de la palabras y ya no desea
ningún otro sabor. No hay otro que se le parezca. Estrujen un adjetivo y verán
cómo sale otro igual que de la panza de John Hurt salía un alien. El
lenguaje tiene estas cosas: cree uno que lo tiene dominado y de pronto un
adjetivo se resiste o sale díscolo o se pone a roznar como un asno o a balar
como una oveja y entonces no tenemos esa certidumbre de saber con qué andamos
trabajando. Las palabras son, en este caso, piezas sensibles que no se dejan
manosear por cualquiera, ingredientes de un plato delicioso o de un brebaje
tóxico.
Una de esas
aficiones que me gusta mantener es la de la curiosidad semántica. No hay mejor
libro que un diccionario. Puestos a dejar que se nos desboque la imaginación,
podemos asegurar que dentro de un diccionario, ni siquiera del mejor ni del más
premiado, están todos los demás libros. Está Lolita, Lo-li-ta, la pieza
maestra de Vladimir Nabokov. Están las obras completas de William
Blake, que era un visionario metido en letrista de copla de la época. Está
mi Borges, los laberintos, la rosa de Milton, los tigres en la
noche. Dentro de los diccionarios, en su alambique de placeres, están todas
esas cosas, las que sabemos, las que nos esperan.
Anoche, en lugar de continuar con la lectura del libro en el que ando emboscado
(Dios no es bueno, Christopher Hitchens) cogí uno de los diccionarios más voluminosos
que hay en casa. Manejado con dificultad (amo los libros electrónicos,
perdóneseme la blasfemia) me perdí en la maraña de significados, acepciones y
etimologías. Hice lo que mis alumnos, en ocasiones, realizan cuando buscan una
palabra nueva (hoy, uno de ellos ha descubierto el ósculo): amplían el radio de
acción, visitan la periferia, recorren caminos largos, con paradas
innecesarias, pero fascinantes, en paisajes imprevistos, en lugares donde nunca
antes habían estado. Como si fuese un viaje. De eso, al cabo, se trata.
Leer no
garantiza que seamos más felices. Ni siquiera que la felicidad nos visite
mientres leemos. Es incluso posible que la lectura nos procure un paraíso inverso,
un desorden emocional que no posee quien no ha abierto libro alguno. El habito
de la lectura no crea mejores personas. Adolf Hitler era un lector
voraz. Muchas de las barbaries cometidas por el hombre han nacido en los
libros. Las propias religiones han mantenido un enconado y sospechoso recelo
hacia los libros. Los jerifaltes de la Iglesia Católica, a lo largo de sus
muchos siglos de imperialismo moral, elogian la ignorancia. La ajena, claro. El
que no lee vive en la oscuridad. En la oscuridad, el pueblo es más fácilmente
manipulable. El pueblo, una vez manipulado, se deja gobernar con pasmosa
mansedumbre y se aviene al credo de quien custodia la palabra, el libro. Los
monasterios, las abadías y todo edificio de inspiración cristiana alberga,
tutela y, por último, oculta montañas de libros, aunque ya amengua esa
tesorería fantástica y el libro, por fortuna, por el signo de la modernidad, se
ha democratizado. De eso, del libro como hechizo o del libro como arma del
demonio habla Umberto Eco en su fabuloso El nombre de la rosa: de
la ocultación del conocimiento, del libro como revelación y como instrumento
diabólico. (Aristóteles, la risa). El diablo, ya se sabe, se embosca en las
palabras, y las maneja a su antojo para profanar la dura coraza de la fe y pervertir
al pobre que se atreve a leer. Y ahí hemos andado dos milenios. Se tardará en
salir.
Leer es una
actividad de riesgo. Como escribir. El escritor es un agitador social y el
lector es el incauto que ha perpetrado el pecado terrible de buscar, ajeno a
tutor o guía alguno, la verdad o el conocimiento o la belleza. En las guerras,
lo primero que hacen los soldados es quemar las bibliotecas. Piras funerarias
de historias. Caligrafía quemada. Letras que arden. Los libros arden mal,
escribió Manuel Rivas. Volví anoche a recuperar la película de Jean
Jacques Annaud y me sentí violentado. Consentí que ese súbito estado de
malestar distrajera mi atención y no disfruté como antaño de la historia
contada por Eco y que el film, con sus limitaciones, recoge formidablemente. Vi
a Borges entre los libros. Vi sus ojos ciegos. Qué mejor bibliotecario,
qué más celoso guardián de este tesoro que un ciego. Y qué triste.
Escuché una vez que hubo una manifestación que agitaba libros en el aire en
lugar de percutir el metal molesto de las cacerolas. La hacían los dolidos por
el cierre de una biblioteca en un pueblo, no recuerdo ahora cuál. Se me quedó
el gesto, el pequeño y maravilloso símbolo de que un libro, izado como una
oriflama, fuera el que librara la batalla de la justicia, que es (en el fondo)
la antigua batalla de la cultura, que no ha terminado todavía. No sé si un día
se cerrará ese capítulo de la Historia. Es posible que no acabe jamás: hay
muchos intereses, hay muchos mercaderes. Interesa la ignorancia porque la
ignorancia no exige. El que no sabe, no inquiere. Recuerdo a un profesor de mi
facultad, que nos dejó muy prematuramente, encolerizado por el a menudo mal
visto gesto de que alguien llevase unos libros bajo el brazo, andando por la
calle, en la parada del autobús, en la cola de la charcutería. Decía Luis
Sánchez Corral que la gente de las letras no es de fiar. Me lo contaba con
su brizna de sorna habitual, trayendo historias de ayer, informándome de que el
ayer vuelve si no tenemos cuidado y dejamos un hueco por donde quepa. También
me habló ese día (Bar Platanín, calle Jaén, Sector Sur, a la vera de la Escuela
de Magisterio) de lo buen columnista que era Eduardo Haro Tecglén, de mi
inocencia política y de cómo la buena literatura salva a los pueblos del caos.
El nuestro, en este estado de las cosas, cierra bibliotecas mientras que los
políticos meten la mano en los sobres o se suben con absoluto impudor la
soldada. Estaría Luis indignado si estuviese con nosotros. A veces echo de
menos el café en el Platanín.
De este ir y
venir por la web, a veces con fundamento y otras, las menos, a vuelatecla, como
a la caza de un tesoro invisible, saca uno en ocasiones momentos de una
intimidad fastuosa. Encuentra textos que le fascinan, páginas de una
indesmayable vocación de refugio, lugares donde abandonarse y a los que pedir
una especie de asilo cibernético. No es que la realidad carezca de techos así, pero
cansa el tráfago, el exponerse a ser distraído por el azar, por la rutina, por
la mecánica previsible de las cosas, que vuelve y nos reclama. Por eso empleo
algunas mañanas de domingo en perderme por la procelosa y enfebrecida maraña
del google. Exploro concienzudamente, pero sin propósito. Busco información
sobre un poema de Gil de Biedma y encuentro un rincón en donde puedo ver
con asombrosa restitución cuadros del MOMA. Canjeo a Jaime por Pollock.
La poesía por la pintura. Luego el jazz por la crónica de sucesos. Después las
cuentas de Rajoy por un correo en el que un buen amigo me confía el
descubrimiento de un autor que yo ya conocía (Jesús Carrasco) y del que
acabo de terminar su primera y buenísíma novela (Intemperie) No tengo
duda alguna de que este paseo por la negra flor, como cantaba Auserón en sus
tiempos, agota más que ilustra, desguarnece la sensibilidad más que otra cosa,
la abotarga y la convierte en otra cosa, pero no la que conocemos, la
sensibilidad de ir a pie por la calle y respirar el vértigo de las cosas. Pero
no puedo evitar sentirme bien en este laberinto. Lo imagino, a ratos, como
aquel antiguo día en el que descubrí la existencia moral de los libros, su
belleza oculta. No los libros como el objeto físico, sino la hondura de sus letras,
todo ese milagro que tutelan y que se revela cuando los abrimos y les pedimos
respuestas. Es curioso que al correr de los tiempos, yo prefiera las preguntas.
Quiero muchas dudas. Que me escolten por la realidad y me lleven de los blogs a
los libros, de los amigos a los parques, de las barras de los bares al aula en
donde sigo aprendiendo cosas.
Hay algunas mentiras que no me importan que lo sean y hay
algunas verdades que uno preferiría no creer. En la ficción se vive mejor. En
cuanto me falta, me muero. No es la muerte irremediable, la atroz sin retorno,
sino una de menor fuste dramático, una muerte de la imaginación narrativa, esa
que solo desea que le cuenten historias. Mi cabeza entera las pide a gritos. No
sabría vivir sin la ración diaria de mentiras habituales. La verdad, cuando es
aburrida, no me interesa. La acepto porque no hay forma de eliminarla o porque
hay algunos que se obstinan en defenderla. Soy el que le pierde saber cómo
sigue la historia. Incluso cuando ha acabado, soy de los que creen que me están
mintiendo. Que hay más. Que, por mi bien, me ocultan la información primordial.
Que me quieren al punto de que me engañan.
Los libros
son mapas tangibles de la felicidad. Mapas fiables de cómo funciona el mundo.
Guías para no perderse. Cabe incluso la posibildad de que los libros sean los
mapas del desconcierto. Guías que no cumplen la función que les encomendaron.
Porque ese mundo que registran en sus páginas no es una materia fácilmente
estabulable, de manejo dúctil. No creo que haya otro objeto más venerable que
el libro. Lo que tutela (esa forma encriptada de belleza y de inteligencia)
hace que seamos lo que somos. Para malo o para bueno. Somos lo que los libros
nos cuentan. También lo que no cuentan. No hay nada que no esté en los libros.
La bondad y la maldad están dentro de su reino. Pero los libros que más me
fascinan son los que no están enteramente a mano. Los que no se exhiben con la
majestuosidad de las grandes bibliotecas o las baldas de las buenas librerías.
Ni siquiera ésos bien amados con los que uno ha ido haciéndose. Hablo de los
libros inesperados. Surgidos de improviso, ofrecidos en un capricho del azar,
rendidos a nuestros sentidos cuando nada invita a que aparezcan. No sé en dónde
está la calle de la fotografía. Sé que al fondo, a la derecha, hay libros. Que
no estén a la vista, que se escondan, los hacen más valiosos. Imagino uno que
quien los colocó allí no deseaba desprenderse de ellos del todo. Y ahí he
pensado en el maravilloso oficio del librero. En el incontestable hecho de que
lo vende es felicidad. Mapas fiables, guías. Conozco un par de ellos muy bien.
Aprecio el placer absoluto de manejarse entre libros, el confort óptico, la
certeza de que el mundo entero está en las estanterías, en las mesas en donde
se apilan los volúmenes. No es la primera vez que escribo sobre libros y estoy
seguro de que no va a ser la última. Creo que no hay nada de lo que escriba más
a gusto. Casi nada que me conforte más. Son criaturas dóciles, argamasa sublime
con la que levantar un templo en el que refugiarse y al que invitar a la
feligresía cómplice. Hay dioses en las letras. A falta de otro rezos, elevo a
diario mi plegaria con éstos.
Lo que sé del corazón no se lo debo a la ciencia. Ninguna
información técnica relevante, ninguna evidencia cartesiana valdrá más que la
poesía romántica inglesa o un verso suelto de Pablo Milanés. No hay
lenguaje de más probado oficio que el de las metáforas. A ellas confiamos el
entendimiento del mundo, pero la revista Science es un recetario de
prodigios al modo en que lo es un libro de Kavafis. Del cerebro dice, en
un número antiguo del que anoche leí una breve reseña, que es elegantemente
simple. Que el mapa de alta resolución de su maraña sináptica respeta un
orden. Del corazón no he leído nada parecido. Como si le concedieran el rango
de brújula espiritual del universo. Como si el desorden del cosmos proviniese
de los espasmos de su funcionamiento, de ese hermoso mantra de percusiones
privadas que produce para que yo ahora escriba y usted lea, para que percibamos
el olor del campo recién llovido o la belleza incuestionable del vals número
dos de Shostakovich.
El cerebro es el hardware, pero yo sigo fascinando por el software. Es en esa
parte de la trama en donde entra a escena el corazón, órgano al que se le han
venido atribuyendo las bondades sobre las que se construye el mundo. El amor,
que mueve el sol y las estrellas, como quería Dante en su Divina
Comedia, nace en ese músculo impresionable, en ese incansable (hasta que lo
colapsamos y no continúa) aparato tímido, colosal, sufrido y mágico.
¿Y el alma? Del alma no se ocupa Science. El día en que unos cuantos lumbreras
de los laboratorios (benditos sean, benditas sus cavilaciones, bendita su
abnegada vocación de progreso y cultura) anuncien el mapa del alma, uno
cartografiado en una resolución sublime, me paso de la poesía a la ciencia pura
y dura. Dejo de leer a Gamoneda (en el que ando estos días
maravillosamente grises) y me pongo las gafas de cerca para aprender el porqué
de la elegancia sencilla del cerebro o las razones científicas que hacen que
pierda el sentido escuchando la poesía al piano de Bill Evans,
pongo por caso, y me repela la canción española o el acid house. Si exponen el
mapa del alma habremos unido dos mundos aparentemente congeniables, pero de
difícil sutura, el de la materia y el del espíritu. O los habremos destrozado
para siempre. Se les habrá extirpado el lado noble, el alquímico. Arrasados los
jardines, devastada la palabra, el poeta escribe ecuaciones. Logaritmos que en
realidad, mirados de cerca, semejan alejandrinos. La poesía, que pulsa la
cuerdas del universo...
Cada libro, en cierto modo, es la historia particular del lector que lo abre. No existe como libro hasta que alguien formula el rito de su imposición a la realidad. Antes de ese acto mágico el libro es un objeto entre los objetos, como diría Borges, un fantasma, como diría Cela, que precisa un público para dejar de serlo. Jabés, el autor de la formidable cita que abre esta historia, va siempre más allá: viene a decir que el libro no sólo elige al lector sino que crea al escritor. El aburrido trabajo de contable de Kafka o de Pessoa seguro que consentía libros secretos dentro del abrigo. El otoño es propicio para esas escaramuzas. El libro se convierte así en un objeto clandestino, en un espejo furtivo de nuestra propia incertidumbre ante la vida. Se trata, al cabo, de nunca ir solo. El lector es una especie de enemigo acérrimo de la soledad. Busca siempre refugios, lugares donde otros desamparados facultaron las actas de una cofradía única, ajena al tráfago de las prisas del mundo vertiginoso que hemos inventando. El cófrade secreto, héroe de sus fugas, cómplice de la bondad del botín, no precisa correligionarios que le aplaudan los gestos, los títulos y los pies de página abiertos en cada capítulo, en cada pequeño verso.
