Las lenguas son muy importantes. Dolores, que en mis años discentes fue mi profesora de lengua, a la que aún hoy guardo gran estima, me obligó a leer a Quevedo y a Góngora para que aprendiera, entre otras cosas, que nuestra lengua es muy rica en sinónimos y antónimos.
Si bien nunca me he comido la lengua de un ser humano, sí es verdad que cada libro tiene un sabor diferente y ninguno sabe igual que otro. No obstante, madre y abuela, estando yo en plena edad de crecimiento mental y físico, cuando se veían aturdidas por mi verborrea infatigable y a menudo incomprensible, aseguraban que había comido lengua.
Y las veces que permanecía callado durante largos periodos de tiempo, decían que mi lengua se la había comido el gato. Quizá por esa razón prefiero a los perros pero no a los hijos de perra. Otras tantas, para enfurecer a mis mayores, desobedecía sus imposiciones poniendo los ojos en blanco, alzando mi mano cornuta y sacando la lengua.
Luego, a cierta edad, descubres que la lengua es un órgano muscular, multidireccional y polivalente. Lo mismo se enrosca en otras lenguas, que, según preferencias, dibuja el contorno de los pezones, explora esfínteres, lame escrotos y ensaliva pollas y coños. También me llaman deslenguado y supongo que no es porque me gusta el lenguado a la plancha.
Al margen del idioma que hables, la lengua es universal. La lengua también es de los Rolling Stones, y no hay más lengua que la de Gene Simmons de Kiss.