Aspecto del cementerio viejo de la Vega Baja, sin uso desde 1893, en una imagen fechada a principios del siglo XX.
Archivo Municipal de Toledo. Colección Luis AlbaVIVIR TOLEDO
La Corporación acordó suprimir la feria de agosto -ya prevista en el paseo de Merchán-, pero se mantuvo el habitual reparto de limosnas a los pobres
En la provincia de Toledo, a lo largo del siglo XIX, se cuentan varias visitas del cólera con desiguales resultados. La primera acaeció en 1833 con una incidencia muy generalizada. La segunda discurrió en el bienio 1854-1855. Menor virulencia tuvo la vivida en 1865.
En dos artículos anteriores referimos las habidas en 1884 y 1885 con discutidos diagnósticos entre los facultativos enviados por el Gobierno, que calificaron los casos revisados como sospechosos de morbo asiático, y varios médicos locales que vieron el origen del cólera en las condiciones telúricas (ambientales) y miasmáticas de la ciudad.
De cualquier modo, al no existir aún una salvadora vacuna se tomaron las medidas defensivas de siempre que volverían a repetirse en la siguiente oleada.
En el frío mes de enero de 1890 arraigaba la grippe invernal que obligó a alargar las vacaciones navideñas del Instituto.
Contra aquel «enemigo cobarde y traicionero», la Junta de Sanidad de Madrid sugería prácticas preservativas -no siempre al alcance de cualquiera- como una buena alimentación, «usar buenas ropas de abrigo, no cometer excesos ni gastar las fuerzas en orgías y libaciones».
Sin embargo, el temor llegó cuando el durmiente vibrión del cólera reapareció, en el mes de mayo, en la valenciana Puebla de Rugat, para avanzar luego al centro peninsular. En junio, Madrid prohibía la entrada de mercancías procedentes de Valencia.
El día 16, el ayuntamiento toledano ordenaba depositar las frutas, legumbres y verduras levantinas en la Alhóndiga o en el matadero de reses de cerda (junto a San Lucas) para ser analizadas por los veterinarios y reactivar la Junta Local de Sanidad.
Mientras, la ciudad seguía con muchas calles desaliñadas, una escasa recogida de basuras y añosas casas con una hacinada vecindad. Muy lentos iban los proyectos municipales para disponer de un moderno matadero (se abrió en 1892) y un nuevo cementerio (1893), sin poder planearse el futuro mercado hasta 1896.
El 25 de junio de 1890, el Ministerio de la Gobernación disponía ciertas medidas ante los «accidentes de cólera» surgidos en las Baleares y la costa levantina.
En Toledo, el Ayuntamiento, presidido por Antonio Bringas, decidía emplear 4.000 pesetas del capítulo disponible para «calamidades públicas» a fin de atender la situación. Se reabrió en el Hospital de Tavera el pabellón de contagiados que ya funcionó en 1884, pero al ser precisa una mínima obra, se acordó que, para evitar más gastos allí, se solicitase al Ramo de Guerra poder ubicar los enfermos en el contiguo cuartel de San Lázaro.
Avanzaba el verano. La calamidad afligía a varias provincias y a las poblaciones cercanas a Toledo, sobre todo a Argés, donde, según El Nuevo Ateneo, sin «auxilio de la Ciencia» ni más ayudas que «la caridad particular», aumentaron el hambre y la miseria.
La revista loaba la personal entrega del alcalde con sus convecinos, mientras que los «moradores más acomodados» dejaban el pueblo y no llegaban los «mezquinos auxilios» anunciados por el Gobierno. Polán, Gálvez y Totanés sufrieron parecidos trances.
La Corporación acordó suprimir la feria de agosto -ya prevista en el paseo de Merchán-, pero se mantuvo el habitual reparto de limosnas a los pobres.
Y se amplió la desinfección del barrio de San Andrés, pues los vecinos rechazaban que se guardasen las camillas de contagiados y el «carro fúnebre» para la conducción de cadáveres en los restos del «Palacio del Rey D. Pedro».
Por cierto, los afincados en céntricas calles, como Jardines y Alfileritos (donde vivían pudientes familias) consiguieron que no pasasen por ellas los habituales traslados de fallecidos al Cementerio General de la Vega Baja. Es más, el lamentable estado de éste obligó a estudiar la habilitación de cien sepulturas de urgencia en la necrópolis que se estaba construyendo al final del paseo de San Eugenio.
Antes de acabar agosto, con el nuevo alcalde de la ciudad, Marcos Urzainqui, fueron adquiridas 32 camas para el «hospital de coléricos» con sus tablados, jergones, mantas y cuatro sábanas para cada una. Se alistaría un horno para quemar las ropas y efectos de los mórbidos, aumentándose las labores de desinfección. Fue renovada la atención con los facultativos de la Beneficencia, abriéndose una suscripción voluntaria para ayudar a enfermos pobres.
Los fondos salían del capítulo de imprevistos y de una parte del consignado en el presupuesto municipal para la Feria.
Se elevaron peticiones a la Diputación y al Gobierno (ahora presidido por Cánovas), recibiéndose 2.000 y 4.000 pesetas respectivamente. También llegó un donativo de 1.500 pesetas del abogado, benefactor y político conservador, el consaburense Gumersindo Díaz-Cordovés (1855-1921). A pesar de estas cuantías el Ayuntamiento no cubría los gastos aplicados en el hospital de coléricos, en medicinas, alimentos, fumigaciones, limosnas, pagos de facultativos, personal, obras, etc. Las carencias reales para atajar todos los frentes se manifestaban con el paso de las semanas.
El 15 de octubre, Saturnino Milego, director de El Nuevo Ateneo, pedía a otros colegas la publicación de las medidas dispuestas por el municipio para atender la epidemia que ahora decaían. Lo hacía tras una cercana vivencia que revelaba la no desinfección de efectos, la supresión de los auxilios médicos y la falta de inmediatez para cremar los enseres del fallecido junto a su traslado y entierro en la misma jornada. Pero el fin de la pandemia estaba próximo.
El 30 de octubre se celebraba un Te Deum en la Catedral al darse por superada la epidemia tras «cuatro larguísimos meses». Días después abrían el Instituto, las Escuelas Normales, el Seminario y la Academia General Militar. Una gaceta añadía: «nuestras calles se van cuajando de alumnos militares, civiles y eclesiásticos». Por fin, en noviembre llegaba un alivio enviado por el Gobierno, de 20.000 pesetas, procedente de un crédito estatal de 3,5 millones habilitado para paliar aquella grave crisis.
Según el médico Moraleda y Esteban, la epidemia circuló en Toledo de mayo a noviembre de 1890, brotando con «cólicos coleriformes aislados» para tomar después el carácter «de cólera epidémico» y cesar en otoño con coleriformes curables. Pedro Gallardo, cirujano del Hospital Provincial, publicó, en 1891, su Tratamiento del cólera grave por la inyecciones intravenosas, subcutáneas y rectales de suero artificial.
Aquello era el resultado de una particular investigación con profusión de ensayos, casos y datos que veía como «un útil recurso que, llegado el día, se podría administrar (…) en forma de bebida para evitar a los pacientes los sufrimientos y peligros que llevan consigo y, al Médico, los que exige su empleo». La vigencia del cólera iría amortiguándose en el nuevo siglo XX para convivir con la viruela, el tifus, el sarampión, la tuberculosis y la gripe, causas de muchas muertes reseñadas durante años en las estadísticas oficiales.
Rafael del CERRO MALAGÓNTOLEDO Actualizado:10/11/2020 20:20hhttps://www.abc.es/espana/castilla-la-mancha/toledo/abci-1890-ultima-visita-colera-morbo-siglo-202011102018_noticia.html
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