Revista Cultura y Ocio
Cualquiera puede ser Scarface si se le planta o si le acucian los problemas y decide ser otro. La conversión hacia quien uno no es precisa a veces estímulos muy pequeños. De fondo cabalga la moral, que no siempre escoge el caballo más honesto. El de Walter White es inconteniblemente salvaje, aunque el jinete que lo monta engañe y dé cierta imagen de hombre al que se le puede aplicar algún tipo de redención espiritual. El personaje otorga un catálogo ambicioso de texturas éticas que conmueven o lastiman o hasta se odian. No hay virtud que contenga un cáncer: se extiende adrede, corrompe sin aparente voluntad. Es el mal obrando a su antojadizo capricho. La trama misma de ese cáncer zanja la irrupción de cualquier otra. Walter White se precipita en Heisenberg con absoluta fluidez. El ecosistema es perfecto. La breve sensación de culpa (o de pecado o de delito) se desvanece cuando el hombre descubre que es una autoridad a la que se le respeta y de la que los demás se apartan por miedo. Qué subidón el que nos arroga el miedo. No el padecido, sino que el causamos. El bálsamo es la familia, pero incluso esa coartada ética mengua y acaba también difuminándose. Todo se circunscribe a la voracidad del mal, a su feroz metástasis. No es que White mute: se colige que su otro yo, el criminal, el que actúa con desprecio y desoye la voz que lo conmina a que se reforme, estaba ya adentro y tan sólo ha aflorado. Era un honesto profesor de química que miró el abismo y dejó que el abismo le mirara. Al final, queda el miserable que goza con la maldad, pero también el avaro, el paradójicamente portador de un gen más dañino que la droga que cocina. Sólo hay depravación en su descenso a cualquier lugar al que su ceguera le conduzca. Fascina Heisenberg, su alter ego, el yo al que recurre para que el desganado profesor no haga de Pepito Grillo y le susurre los salmos del perdón. No se les profesa afecto alguno ni a White ni al Hyde que poco a poco lo va borrando, pero se le mira con delectación. Se sabe que se está asistiendo a una obra maestra de la condición más acendradamente humana: la de quien está perdido y sólo desea dar con el camino, la del que ha razonado mucho y no ha encontrado en ese viaje interior nada que lo conforte. Un amigo me regaló una camiseta con la cara de Walter White. Me la pongo de vez en cuando. Hay quien la mira y hace como que sonríe. Al final, todo lo convertimos en materia narrativa. La ficción nunca hace daño. Querríamos que la ocuparan cien walter whites, aunque no desearíamos toparnos con ninguno.