Revista Cultura y Ocio

1898. Los últimos de Filipinas

Por Julio Alejandre @JAC_alejandre

Una muestra de cómo la Historia, con mayúsculas, subvierte la historia, con minúscula, de los propios personajes.

Nominada a nueve Goyas y ganadora de uno (mejor diseño de vestuario)

La película nos cuenta el sitio y la vida y milagros de los defensores del aislado fuerte de Baler, al este de la isla de Luzón, un asedio que duró casi un año y que se prolongó, por la tozudez y desconfianza de los sitiados (y posiblemente también por su valor), varios meses después de haber finalizado la guerra hispano-norteamericana.

1898. Los últimos de Filipinas

Cartel de “1898. Los últimos de Filipinas”, película de 2016

1898. Los últimos de Filipinas nos remite (a los que ya tenemos una edad) a la famosa película de 1945, de la que toma el nombre, dirigida por Antonio Román y protagonizada, ente otros, por Fernando Rey y Tony Leblanc; pero no es un remake propiamente dicho de ella (que narra el hecho desde la perspectiva épica, paternalista y condescendiente para con los tagalos de la España de la postguerra), sino una revisión de aquel acontecimiento histórico a la luz de los nuevos tiempos y, sobre todo, al amparo de lo políticamente correcto.

Y este extremo supone, desde mi punto de vista, la pata coja del banco, porque, así como en la anterior versión se deforman los hechos desde un patrioterismo exagerado, en esta se deforman desde un complejo de culpabilidad histórica por los cuatro siglos de dominación española de sus colonias. Los responsables de este proyecto cinematográfico parece han pretendido ser tan “realistas”, tomar tanta distancia con el film “franquista” de los años 40, que se han ido, como un péndulo, al otro extremo del espectro, dejando por el camino, no ya a la verdad, sino sobre todo a la verosimilitud.

Así, 1898. Los últimos de Filipinas, nos presenta un elenco de personajes atormentados y contritos, críticos con la Historia que les toca vivir y, por tanto, fuera de lugar: con principios y valores propios de la España de nuestros días, pero que no parecen haber sido los de hace un siglo. Y es una lástima que estos errores en el guión, la dirección y el enfoque general estropeen una cinta con un “haber” poderoso: unos paisajes maravillosos, algunas actuaciones meritosísimas, un vestuario y atrezzo magníficos. Sin embargo el “debe” es tan contundente, que las virtudes no consiguen salvar de ninguna forma la película.

1898. Los últimos de Filipinas

Cartel de “Los últimos de Filipinas”, película de 1945

El ejemplo más patente quizá sea la paradoja de los personajes que, a pesar de estar la mayoría muy bien interpretados por actores consagrados, son sin embargo uno de los elementos más sustractivos de la película.

Tenemos, en primer lugar, al protagonista (Álvaro Cervantes), un soldado lleno de contradicciones y virtudes: filósofo, pintor, drogadicto, temerario, valiente, cobarde, desertor y acusador, un personaje, en fin, tan incongruente que por querer hacerlo demasiado humano lo convierten en un collage absurdo. Pero, comoquiera que el tiempo de actuación está bastante repartido (otro acierto), la cinta tiene tiempo de desarrollar otros personajes: un sargento fanático, sanguinario y cínico (Javier Gutiérrez), con corte de suboficial de las waffen SS y que parece parido con la palabra “cojones” cosida a la boca; un sacerdote (Karra Elejalde) dotado de gran humanidad y cuya principal virtud es enseñar a los soldados a fumar opio para sobreponerse a los rigores de la guerra, algo corriente al parecer entre los curas castrenses; un capitán borracho y acojonado (Eduard Fernández); un teniente serio (Luis Tosar), desconfiado y cabezón, que continuamente pide perdón por no haberse rendido ni desertado; una prostituta filipina (Alexandra Masangkay) que muestra un empeño tenaz en enseñarles el pecho derecho a los soldados enemigos para animarlos a desertar y que, en un arrebato de amor rebelde, fornica a plena luz del día frente al fuerte, una costumbre “corriente” entre el pueblo tagalo; y, en fin, un elenco de soldados afligidos por la culpa, dolidos contra su país, divididos entre ellos, desmoralizados y temerosos por la guerra, una guerra pro cierto que sólo aparece durante unos diez o quince minutos de las dos horas largas de metraje de la cinta.

No sé cuál habrá sido la vida y milagros de los defensores del fuerte de Baler, ni sus personalidades, sus vicios y virtudes, sus demonios interiores, sus ideas religiosas, sociales o políticas. Supongo que habría de todo, como en botica. Pero lo que me cuesta creer es que nuestros bisabuelos (o tatarabuelos) tuviesen la forma de entender y afrontar el mundo, la ética, reglas, miedos y preocupaciones de los personajes que nos presenta la cinta, a pesar del hincapié del “1898” del título. Desgraciadamente, este es un vicio muy arraigado en el cine y la literatura históricas española e incluso diría que mundial: el de presentarnos personajes de épocas pasadas con los valores de los ciudadanos de nuestra época. No sé si será una cuestión de marketing, deformación profesional o simplemente falta de talento.

Tampoco conozco en profundidad cómo sucedieron los hechos narrados en aquel fuerte, pero uno tiene su experiencia de la naturaleza humana y cuesta creer que un grupo de soldados como los que nos presenta la película: sin iniciativa, descontentos, temerosos y desmoralizados, hubiera sido capaz de soportar un sitio, no ya de once meses, sino siquiera de quince días.

Una película, en fin, en la que, una vez más, lo políticamente correcto prima sobre la recreación dramática de un suceso histórico donde la Historia, con mayúsculas, interpretable y general, subvierte a los personajes, en lugar de permitir que sean los propios personajes quienes construyan la historia, con minúscula, personal e intransferible de cada uno. Algo propio de un pueblo que, acomplejado por su pasado, no deja de fustigarse con el cilicio de la culpa histórica, pero que tampoco hace nada por cambiar la realidad.

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