Anna Magnani era un talento natural al que interpretar no le suponía mayor esfuerzo que el requerido para cualquier disciplina doméstica o para ir de compras o tender la ropa en un patio de casa de pueblo. Anna Magnani actuaba con el mismo esfuerzo con el que Frank Sinatra cantaba. Hacía de su oficio una extensión fiable y natural de su propia vida. Era la representación exacta de un tipo de mujer hecha a sí misma, arrojada y valiente, humana en cualquier papel que le encomendasen. Ocupaba todos sus personajes con la argamasa más liviana posible, pero sólida en el arte de compactar los materiales dramáticos y hacer creer, bendito don, que nadie podría reemplazarla. Le convino ese neorrealismo italiano de Rossellini, Fellini, Passolini o De Sica para escenificar un patrón universal: el del desgarro o el de la dignidad frente a la adversidad. Fueron tiempos duros los de la posguerra y en la Magnani (así lo escuché o leí siempre) cuadraba ese grito hondo de una sociedad pobre que se zafaba como podía de la terca tristeza de la reconstrucción. Hacer de ella misma en una carrera de cincuenta años le requirió tal vez domesticar su temperamento volcánico, pero basta verla comerse el mundo en Mamma Roma como madre heroica, nada que no hiciera en la vida real en el cuidado de su hijo, afectado por una grave enfermedad paralizante. Anna Magnani es también la actriz que mi padre nombraba cuando deseaba hablar de grandes actrices. Decía que era un torbellino. No hay vez que no contemple su rostro duro que no le imagine embobado frente a la pantalla, como si la actriz italiana lo hubiese arrebatado de la realidad y transportado a otra, quién sabe. En el fondo, ese es el cometido del cine y ese es el principal reto de cualquiera que haga de otro en una pantalla o en un escenario. No sé si mi padre vio Roma, ciudad abierta, la espléndida película de Rossellini. La escena de la muerte de Pina bajo una ráfaga de ametralladora cuando un camión alemán se lleva a su novio es una de las más estremecedoras que yo haya visto. Cree uno morir con ella. Cree ser su hijo al abrazarla. Esa sensación dura después de que la película ha acabado. Todavía permanece. Anoche volví a verla. Volví a morir, puede decirse. No es sólo Anna Magnani la que nos hace morir, sino la elocuencia del cine, esa herramienta maravillosa que es el montaje. No sé si durará más de un minuto, probablemente no, pero ahí está el cine, eso es el cine. Si hay que contarle a alguien que lo desconozca qué es, se le hace sentar y se le proyecta ese tramo diminuto. No hace falta que se le explique nada más.