Estos ángeles como piedras en el mismo aire impiden que la lluvia arraigue y la tierra sea una catedral por la que el tiempo se desdice.
Esta luz sin geometría ocupa mi corazón y lo enardece. Oye como una orquesta de serafines enloquece cuando respiro.
El fuego medita perderse en un desquicio de fulgores que imitan el ruido de unos huesos que se rompen. Está perdido el hombre. Ni fuego ni memoria. Alguien lo llama desde lejos. La ceniza es un verbo que anhela corromper un alma limpia.
Hemos visitado la tumba de un dios y le hemos improvisado un salmo. Era un clamor el aire, era luz que contenía un infinito.
Ah doncella que fulge en el primer destello de la creación, ah Bronwyn, causa novicia, diosa inaccesible, Ofelia pura, yo nunca seré Hamlet. Es tu mano la que me guía mar adentro. Un incendio vasto como el tiempo bajo la danza de los últimos arcángeles.
Algo fluye como un sacramento cuando acude la niebla y una espada deshace el aire en palabras. Todas dicen tu nombre. Bronwyn, ser de temblor, contemplo la tierra abierta y el cielo es un ala que permanece tras el vuelo.
Carbunclos desgarrados queman la soledad extraviada en la que yazgo. Mis ojos son muérdago. Mi boca es bruma. No tengo consuelo y tu corazón no me responde.
Es la hora mineral en la que todo converge y se abandona a su destino. Las vanguardias con sus lábaros de humo. La obscura hora en la que el poeta se deja fascinar por la irrupción de una máscara tras la que su boca pronuncia infierno y concurren en los labios las llamas.
Soy un vendedor de caballos en Egipto. Me llaman el triste. Padezco todas las enfermedades. Sé de memoria los nombres de todos los muertos. Me miran cuando recito las plegarias. Esperan que les invoque.
Tengo conmigo las señales del ocaso. Son tres ojos de niños que no supieron alcanzar la orilla. Su canto es la liturgia de todos los que la alcanzamos. Somos una legión de alucinados.