Revista Cultura y Ocio

196/365 Oscar Wilde

Por Calvodemora
196/365 Oscar Wilde
 

Oscar Wilde miente, pero es el primero que lo hace con deliberada voluntad y ansia de oficio. Recurre a mentir por mero placer intelectual o estético. Ese vacío ético le condujo a mentirse a sí mismo. Adujo razones estrictamente sensuales. Se dio el festín de la vida para conminar el estrago extremo que le produjo. Compareció ante sus semejantes como un esteta, es decir, un bicho raro en idilio continuo con sus rarezas, un extravagante cualificado, una anomalía feliz en una sociedad pacata, invariablemente hostil con las especies díscolas y con ese gremio de intelectuales que la cuestionan y con la que entablan un diálogo hueco las más de las veces, estéril con colmo. Ninguna de esas adversidades redujo su vivo interés en la belleza, a la que dio el festejo más alto, sin que el ostracismo o la enfermedad lo apartaran de esa vocación, que podía ser, más que una gran pasión, un capricho. De ellos dejó escrito Wilde que tenían más firmeza que las pasiones y duraban más. Tenía Wilde esa condición sublime de hacer frases memorables, sentencias, aforismos de fácil dicción cuando la circunstancia los reclama y uno desea epatar. Nada podía molestar más a sus enemigos, muchos y muy dispuestos a arruinarle, que perdonarlos. Arruinado al final de sus días, pidió en el hotel en que se alojaba el champán más caro. "Estoy muriendo por encima de mis posibilidades", dijo. Hay que ser incisivo hasta en la derrota, pudo haber dicho también. Su ingenio sobresaliente, su mordacidad, su capacidad para extraer de cualquier circunstancia un agasajo al lenguaje, uno de esos festejos de la locuacidad humana que no sabemos si en el fondo le aliviaban, pero que causaban en quienes lo escuchaban una mezcla de admiración y de rechazo. Los santos tienen un pasado; los pecadores, un futuro. Él no tuvo mucho del último. Murió antes de cumplir los cincuenta. Lo devastó una sífilis mal curada a la que se añadió la humillación de la cárcel, la de Reading en la que escribió la famosa Balada, en la que entró por la homofobia victoriana y por su tozuda defensa de sus vicios, que eran una aberración a los ojos de la ley y de sus conciudadanos, poco acostumbrados a que alguien abiertamente homosexual (sodomita, le insultaban) pregonara su condición y alentara a que otros la probaran. Incapaz de esgrimir una defensa sólida, su juicio público fue un espectáculo hilarante en el que se le abucheó. La expectación era máxima, habida cuenta de la condición de renombre del autor, que confió en ella para aminorar la culpa o, contando con el sufragio de los fieles, cancelarla. 

Impertinente hasta el cansancio, a decir de los cercanos, preocupado de que su imagen pública coincida con la privada sin que ni la una ni la otra flaqueen ni se arredren, Wilde se acicala como un dandy y actúa como el más refinado de ellos. Su educación clásica, cincelada en un promisorio viaje a Grecia y en su paso por la bautismal y ecléctica universidad de Oxford, hacen de él un personaje del que la fatalidad y el engolamiento, ambas cosas con abundancia, revisten de grandeza. Se curte en las contrariedades que le surgen conforme su naturaleza despreocupada y sensible ocupan los cenáculos de la literatura y de la vida social, no sabemos en qué orden colocar esos dos escenarios. Lo que más tenía como suyo era ese don para la escritura. Se puede ser sublime sin interrupción, sentenció Baudelaire: Wilde era extremadamente consciente de su talento y alardeaba de él con absoluta naturalidad. También exhibía su inclinación a frecuentar ambientes abiertamente promiscuos (de hombres esos locales) y a no justificar nada que él mismo no considerara ilegítimo. Casado y padre de dos hijos, Wilde no esconde su condición sexual. Toda esa vida disoluta se cierra cuando es encarcelado. Los dos años de trabajos forzados retiran al genio y traen al hombre que nunca volvió al refinamiento y a las costumbres licenciosas, al vivir alegre y a la costumbre de no caer jamás en la superficialidad, en esa mediocridad de los que le juzgaron y condenaron. Arrastró esa tragedia más tarde lejos de Reino Unido. Tal vez deseara por tierra y gente de por medio. Es legítima esa separación. Dolorosa también. Murió el autor a poco de que se dictara sentencia, pero atrajo la demolición pública del arte, de un tipo de conducta que matrimoniaba la belleza y el dolor (como escribía a su adorado amante y causa de todos sus quebrantos, el joven Lord Alfred Douglas, a quien escribió encendidas cartas y, sobre todo, De profundis). Confiesa al final de su vida que valió la pena consagrar sus días a la consumación del placer. Que él guiara sus pasos. Que sólo su presencia lo animara y alimentara. Wilde creó mundos que no existían. Sabía, como todo buen escritor, que "el hombre está más alejado de sí mismo cuando habla a cara descubierta. Dale una máscara y te dirá la verdad". La suya fue su inagotable deseo de contarse el mundo como si no hubiese máscaras con las que transfigurarse. Hizo que su Dorian Gray tuviese "labios de pétalos rojos, hechos no menos para la música de un poema que para el deliro de besar", lo cual es un atrevimiento, aunque sea una línea suelta de una página en un libro que contendría muchas. Tenía la sospecha de que no había gente buena o mala en el mundo, sino gente encantadora o tediosa. Él buscó los portadores del encanto, los que le entretuviesen, todos los que le provocaran risa o fascinación. La esperanza es de la gente culta, dejó dicho. Es la belleza la que sirve de brújula, aunque al final todo arte sea inútil. El vicio y la virtud son materiales del arte. El prólogo de El retrato de Dorian Gray debería enmarcarse, debería aprenderse de memoria, debería recordarse cuando la grisura de la vida nos atenaza o cuando la mediocridad nos visite y pida quedarse. Luego queda el pesado aroma de las lilas, que un golpe de viento ha traído al estudio junto con el perfume de las rosas y una ligera brisa estival. Wilde estaría echado en el diván, tapizado de telas persas, fumando y bebiendo algo de whisky. No sabría con qué música adornar la escena. Probablemente la de unos pájaros en el alféizar. La barbarie está afuera. No acude a la sofisticación ni al hedonismo para alejarla. Sabe que es imparable. Que hará callar a los pájaros. Como suele la barbarie. 


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