Revista Cultura y Ocio

197/365 San Agustín de Hipona

Por Calvodemora
197/365 San Agustín de Hipona

San Agustín de Hipona me cautivó por una frase. Tal vez fueron varias. Todas ellas sueltas, sin que se precisara hilvanarlas a otras que las apuntalaran o terminaran de explicar o impidieran que, leídas sin esa trabazón, pudieran malinterpretarse o no comprender enteramente su significado. El santo de la iglesia, el obispo, el hombre, al final de esa nomenclatura de cargos, cinceló una plegaria magnífica, embutida en una de sus homilías: "Dame Señor la castidad, pero aún no". Era también hombre para todo lo que la naturaleza recomienda, aunque en la búsqueda de la verdad y del amor encontrase la paz del espíritu en la contemplación de la Divinidad, pero eso es un estadio posterior. El Santo, antes que doctor en virtudes, fue pecador, quién podría eliminarse de esa acusación. Con todo, el amor carnal no le satisfizo. Era tan alta su empresa y tan dotado para su empeño se consideraba, que recorrió los caminos de la tierra en la idea de que alguno le condujera al camino del cielo. Podría decirse así, aunque tal vez todo fuese más sencillo, menos literario. Comienza su estudio de la vida en Cartago y por esa época. Según costumbre de la época, no se le bautiza tras nacer, sino que se espera a que la criatura conozca las bondades y las maldades de la existencia y pruebe de unas y de otras. Cuando ha acumulado las faltas necesarias, se le impone la señal de la cruz en la frente y se le procura la sal bendita. Ese tardío abrazo a la fe cristiana lo marcó de un modo singular. Fue la irrupción del mal lo que devastó su alma sensible. Su mayor vocación consistió en registrar la naturaleza de ese mal, la sustancia misma del pecado. Se pueden leer sus Confesiones sin comulgar con el espíritu de fe que las anima. En ese aspecto, San Agustín es un precursor de cierta literatura panteísta, un adelantado a su tiempo. Concibió un interrogante pagano a lo que otro sólo compondría una duda cristiana: cuenta en sus Confesiones que de joven robó con unos amigos unas peras. No lo empujó el hambre, ni siquiera la lujuria del apetito, sino el placer del acto mismo de incurrir en un delito (o en un pecado). "Era el pecado lo que daba sabor a las peras“. Añadir que el acopio de peras fue a parar al delirio de una piara de cerdos. Medra el alma en la fe si se la pone a prueba o si abiertamente se la arroja al festín de la falta. Toda esa investigación teológica culminó cuando el obispo Ambrosio, su mentor y su báculo en la Italia en la que enseñó Retórica, le propuso leer las Sagradas Escrituras figurativamente, no con el corsé de la literalidad. Y qué hallazgo le regaló. Agustín, todavía sin la aureola de santidad, encontró una luz en el marasmo de la fe. Leyó y creyó bajo la intendencia de las metáforas: ellas lo ocuparon de convicciones nobles y fiables. Caigo mientras escribo en la cuenta de que el gobierno de nuestra existencia, la física y la espiritual, obedece a patrones líricos. Todo lo mece la literatura; a todo se le puede aplicar una capa de festiva inverosimilitud. Cuanto no se ve (esto lo especulo yo) tiene la virtud de hacer comprender mejor lo visible. El santo Agustín nos increpa desde la eternidad, que son los libros. Pidió la castidad o la bondad o la armonía, pero apeló a la templanza y a la mesura. Dame la luz, concédeme la sombra. No sabremos calzar esa dualidad en ninguna apologética: ninguna declaración de fe contendrá esa solicitud inverosímil, pero el hombre es luz y es sombra, debió pensar San Agustín, y en él todo fluye y todo recala. No hay mayor triunfo de la religión que la que continuamente la cuestiona. San Agustín, una vez recala en las dolencias que padece, las ofrece a los ojos de Dios, herido y llagado el corazón, dice. Deslumbrado, continúa, no pudiendo soportar ese fulgor divino, acepta que vive en una avaricia, que lo fuerza a perder cualquier esperanza para que la verdad de la fe lo inunde. Lo que el libro de las Confesiones muestra está plagado de todas esas concupiscencias (él las nombra así) con las que se tienta al hombre. Cuenta con su admirable memoria, a la que da prestigio y de la que se solaza varias veces, pero también es falible y los sentidos pueden confundirlo. Para que no desfallezca el recuerdo y todo él anhele el mismo objeto de devoción, San Agustín confía en su escepticismo, pero una vez que lo abate y resuelve su seguro camino hacia Dios, da su confianza en las palabras, en la posibilidad de alcanzar con su elocuencia al débil o al reacio, haciendo que el manjar del vino o de la carne que suele entretener la travesía de la vida no emboten los sentidos, sino que los afinen. Todo es un milagro, parece decirnos. La inquietud y la desazón que le causaban los lazos "del vivo deseo de mujer", encendido de amor, como la Santa Teresa más adelante, le consumían. Enfermo de lascivia, escribe. Sáname, le solicita al cielo. Expulsa la congoja que me seca el alma. No sabemos si en esta ocasión requirió presteza (dame la castidad, pero no hoy, como pregonó en su día). Probablemente no puede el hombre confirmar cada convicción que tuvo. Se van cubriendo unas con otras. Como un palimpsesto de vida. A este lector enriquecido por la lectura de este hombre de letras, pues eso fue por encima de cualquier otra consideración religiosa, se le ocurrió no estar atravesando la vida de un señor que vivió hace casi dos milenios, sino que creía leer un texto actual, sacrílego y blasfemo a la vez que piadoso y evangélico. Me falta retirarme a un huerto, como cuenta él en uno de sus capítulos, por ver si allí todos los desasosiegos se dulcifican. Si al final encontramos en las palabras, en su figuración, en sus metáforas, algún tesoro inesperado, una cierta conmoción, un destello breve, quién sabe, pero intenso. No pediremos que se nos libere de la servidumbre del vino y de la carne, pero tal vez podamos encontrar un regazo de armonía en la contemplación de la armonía que otros alcanzaron. Como sabios espectadores. Como lectores cómplices. Eso quería Umberto Eco. No creo que no disfrutara leyendo este libro. 


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