Revista Cultura y Ocio
En 1979 yo no era nadie, no había leído a Borges, no había sentido la visita del amor profano, no había probado el bourbon, no había cerrado bares con Antonio Sánchez Huertas, Heineken no era una de mis palabras favoritas, ni tenía la convicción de que dios es un personaje de ficción, uno con el que luego tendría una apasionada -y fértil- relación sentimental. En 1979, Emilio Calvo de Mora estudiaba octavo de educación general básica en Fray Albino. Mis amigos eran Manuel Serrano Mateo, Raúl Castillo Fernández, José Luis Cobo Martos y José Francisco Peña Ojeda. No recuerdo ahora si reímos mucho o poco, si salíamos de parranda por el barrio, dándole patadas a las latas y azuzando perros, pero fue una infancia feliz y no tengo motivo para buscarle tres pies a ningún gato. En 1979, mi abuela vivía. Eso es importante también. La recuerdo como si no se hubiese ido. Uno tiene cosas a las que no renuncia, fragmentos de la memoria que se subliman, adquiriendo un rango épico, malogrando que el olvido se fije en ellos y los derrote. Yo tengo la fortuna de tener una memoria espléndida. Voy a decirlo otra vez: yo tengo la fortuna de tener una memoria espléndida. Recuerdo el olor de los sábados cuando la lluvia hacía pender la felicidad de cinco o seis amigos que solían juntarse en la plaza de Zaragoza para jugar al fútbol o a lo que sea, da igual, de verdad que da igual el juego, el asunto era jugar. En 1979 todavía no conocía a Auxiliadora Salido Rojas, ni a Rafael Carlos Roldán Sánchez. Escribo todos los nombres y todos los apellidos porque me sale así, como si no fuese yo el que los pronunciase. No sabía que María del Mar Portellano Díaz tenía un Alfa Romeo Sprint o que Antonio Merino Morales podía llegar tarde a una partida de ping pong por una severa indisposición etílica. Fueron los años en los que no tenía preocupación política alguna o los años en que empecé a considerar que estaría bien tenerlas y así poder estar más firmemente en el mundo. Fue entonces cuando empecé a no considerar a Dios, ni la religión, ni la conveniencia de ir a misa por ver si allí encontraba algo que me reconfortara. No sé exactamente cómo, pero ahí empezó mi descreimiento, es cierto, ahora que lo pienso. En 1979 mi padre trabajaba a tiempo completo y mi madre no le iba a la zaga. Yo estudiaba sin excesivo entusiasmo. Todavía no había entrevisto mi futuro. Sólo sabía que me gustaba ir al cine con los amigos y escuchar discos recién comprados. No había placer mayor que el de desprecintar un disco o una cassette. La vida se detenía cuando los dedos retiraban el plástico. Luego la música era la que hacía que el mundo diese vueltas. Tiempos de Epic 2 y de La Gran Premiere, cintas que algunos de mi edad recordarán. El placer empezó a tomar cuerpo con Communiqué. Llegó la muchacha de Portobello Belle, los veranos en Fuengirola, el amor por Frank Sinatra, la decisión de ser maestro, el futuro compartido con Toñi Mármol Muñoz, el jazz como una bendición del cielo en el que no creo, los dos hijos que trajo el amor, el vicio de escribir, la costumbre de ver las películas de Hitchcock todos los años, El espejo de los sueños, la barba yendo y viniendo por mi cara. Después de Portobello Belle empezó a afinarse el oficio de vivir. No tengo ni idea de por qué todo arranca con este disco, pero arranca. Ahí empieza lo bueno. Que se haya maleado después no es relevante. Todo acaba por malearse. No hay asunto del corazón que no termine por escombrarse y perderse. La vida tiene esos peajes. Ahora, todo estos años después, pienso en lo feliz que he sido y en lo agradecido que le estoy al señor Knopfler y a su banda. Nada, pequeñas frivolidades de domingo muy de solaz y asueto.