Revista Opinión

1979, el año que cambió Oriente Próximo

Publicado el 18 agosto 2019 por Juan Juan Pérez Ventura @ElOrdenMundial

Hace cuatro décadas Oriente Próximo experimentó una serie de cambios que alterarían dramáticamente el equilibrio político de la región. 1979 fue un punto de inflexión en un mundo dominado por la narrativa de la Guerra Fría y el enfrentamiento entre la URSS y EE. UU., y sin duda fue ese año el que puso en el mapa a muchos países de la región. Para los analistas y académicos occidentales que estudiaban Oriente Próximo por aquel entonces, los eventos de 1979 —especialmente la Revolución iraní y la invasión soviética de Afganistán— fueron tan inesperados como las revueltas árabes de 2011 para los expertos de nuestra época. En apenas un año se firmaba un acuerdo de paz histórico entre Egipto e Israel, el régimen proestadounidense del sha se derrumbaba, Sadam Huseín se hacía con el poder total en Irak y los soviéticos invadían Afganistán. 

Egipto e Israel firman la paz

En marzo de 1979, el presidente de Egipto, Anuar el Sadat, y el primer ministro israelí, Menájem Begin, firmaban el tratado de paz egipcio-israelí. Por primera vez desde la creación de Israel en 1948, un país árabe reconocía oficialmente al Estado hebreo. Ambos líderes habían recibido el Nobel de la Paz el año anterior por el acuerdo alcanzado en Camp David, en el que —con la mediación del presidente estadounidense Jimmy Carter— habían pactado el fin de las hostilidades entre ambos países, el reconocimiento mutuo y la retirada de los israelíes de la península del Sinaí, ocupada desde la guerra de 1967. El tratado de paz permitió que ambos países establecieran relaciones comerciales y que los buques israelíes pudieran cruzar el canal de Suez. Además, como parte de lo convenido en Camp David, Egipto comenzó a recibir ayuda militar estadounidense: unos cuantiosos ingresos que permitirían al Ejército egipcio ―que controlaba el Estado y la política del país desde el ascenso al poder de Náser en 1956― consolidar su régimen.

1979, el año que cambió Oriente Próximo
Sadat, Carter y Begin en Camp David, 1978. Fuente: Wikimedia

La firma de la paz acababa con casi tres lustros de conflicto entre Israel y Egipto que, tras la derrota de 1967, había vuelto a declarar la guerra al país judío en 1973. La guerra del Yom Kippur acabó con una victoria israelí, pero con un alto coste de vidas y material. Sadat decidió negociar unilateralmente una salida al conflicto con Israel, a pesar del apoyo que durante la guerra había recibido de los países petroleros árabes, cuyo embargo de petróleo causó una profunda crisis económica global. Los acuerdos de paz fueron percibidos como una traición por muchos árabes, especialmente por las organizaciones palestinas, a quienes no se había consultado. En consecuencia, Egipto fue suspendido de la Liga Árabe durante diez años. La popularidad de Sadat en su país cayó, aunque los subsidios estadounidenses evitaron que hubiera disturbios graves a causa de la hambruna y el desabastecimiento.

Para ampliar: “Egipto e Israel, de enemigos mortales a aliados fieles”, Carlos Palomino en El Orden Mundial, 2019

Desde que subió al poder en 1970, Sadat había tratado de distanciarse de su antecesor, Náser. Antes de la guerra con Israel, Sadat expulsó a los asesores soviéticos y se acercó a Estados Unidos, que a largo plazo se convirtió en uno de los principales valedores del régimen militar egipcio. En un intento de librarse del legado del socialismo panarabista de Náser, Sadat decidió seguir una política radicalmente opuesta en materia identitaria. Entre otras cosas, liberó a la mayoría de los miembros de los Hermanos Musulmanes que habían sido encarcelados por Náser. Como la disidencia política estaba prohibida, muchos musulmanes egipcios comenzaron a militar en organizaciones religiosas y movimientos islamistas. Algunos de estos grupos, influidos por las ideas radicales del egipcio Sayid Qutb —fallecido en la cárcel en 1966— tomaron un camino violento. En 1981, dos años después de la firma de la paz, Sadat sería asesinado brutalmente por la Yihad Islámica, un grupo terrorista que consideraba que el presidente egipcio había traicionado a los musulmanes al firmar la paz con Israel. Paradójicamente, el giro político de Sadat acabaría significando su fin.

Irán y la tercera vía

En las Navidades de 1977, el presidente estadounidense Jimmy Carter se encontraba de visita oficial en Irán, entonces bajo el Gobierno del sha Mohamed Reza Pahlaví. En la cena de Nochevieja celebrada en el palacio de Niavarán, el mandatario americano pronunció un célebre discurso en el que convidaba a los asistentes a brindar por el sha, “un líder amado y respetado por su pueblo” gracias a quien Irán se había convertido en “una isla de estabilidad en una de las áreas más turbulentas del mundo”, además de un socio militar indispensable para Estados Unidos. Un año y dieciséis días después, el sha abandonaba su país derrocado por un movimiento revolucionario, mientras que decenas de manifestantes proferían cánticos antiestadounidenses y quemaban sus banderas. 

Para ampliar: “La caída del último sha”, Esther Miranda en El Orden Mundial, 2017

La revolución iraní de 1979 tomó por sorpresa a la mayoría de diplomáticos y dirigentes mundiales, así como a los periodistas y académicos que informaban sobre el país. Los analistas occidentales fueron incapaces de prever la revolución, ni mucho menos la ideología del nuevo Estado, ya que en el contexto de la Guerra Fría se asumía que las revoluciones y cambios políticos se asociaban a uno de los grandes proyectos ideológicos del momento: el capitalismo estadounidense o el socialismo soviético. Más sorprendente aún —incluso para los propios iraníes— fue el desenlace de la revolución, que acabó instaurando una teocracia hostil tanto al bloque comunista como al occidental. Al grito de “ni este ni oeste sino islam” los nuevos líderes revolucionarios declaraban su rechazo a los dos grandes bloques, y especialmente a los estadounidenses, que habían sido estrechos aliados del sha. La toma de la embajada de EE. UU. en Teherán en noviembre de 1979, además de ser una maniobra interna para forzar la dimisión del Gobierno provisional iraní, destruyó las relaciones diplomáticas entre Irán y EE. UU., que no se han recuperado desde entonces. 

La revolución iraní supuso la aparición en la escena internacional de un nuevo actor, el islamismo chií internacional. A pesar de que Jomeini y sus seguidores —así como la mayoría de los iraníes— pertenecen a la rama minoritaria del islam, el éxito de los revolucionarios persas tuvo ecos profundos en Oriente Medio. En Líbano, Amal y Hezbolá —dos de las principales organizaciones políticas chiíes del país, que pasaba entonces por una larga y cruenta guerra civil— recibieron ayuda militar y logística de parte de distintos grupos revolucionarios iraníes. Jomeini y sus seguidores trataron de internacionalizar la revolución, adoptando una retórica que minimizaba las diferencias doctrinales y enfatizaba la pertenencia a la comunidad islámica mundial, centrando sus críticas en Israel y EE. UU. Los iraníes que peregrinaban a La Meca comenzaron a organizar manifestaciones anuales contra ambos países durante la peregrinación y, en 1987, las fuerzas de seguridad saudíes causaron 400 víctimas al tratar de reprimir la concentración.

Para ampliar: “El nacimiento de una república islámica”, Alejandro Salamanca en El Orden Mundial, 2018

Cuatro décadas después de su fundación, la República Islámica ha conseguido sobrevivir a la lógica de bloques de la Guerra Fría y a la hegemonía estadounidense posterior. Irán es hoy una potencia regional de primer orden, opuesta a Israel y enfrentada con Arabia Saudí en Oriente Próximo. Este pulso se manifiesta en la situación política de Irak y Líbano y en las guerras de Yemen y Siria, escenarios donde los intereses de las dos países se solapan y enfrentan. La desconfianza con Estados Unidos nunca ha llegado a curarse del todo, y en los últimos tiempos la enemistad de Teherán con Washington ha llegado a sus cotas más altas desde los años 80 tras la decisión de Trump de abandonar el pacto nuclear firmado en 2015.

1979, el año que cambió Oriente Próximo
Arabia Saudí e Irán compiten por la hegemonía en Oriente Próximo.

El ascenso de Sadam

La revolución iraní tuvo ecos en los países del entorno. En Irak, desató una serie de protestas entre la minoría chií del sur del país que aumentaron la inestabilidad interna. No obstante, el mayor cambio que experimentó Irak tuvo que ver con las dinámicas internas del régimen gobernante. El partido Baaz, de ideología socialista y laica, llevaba en el poder desde que un grupo de militares cercano al partido diera un golpe de Estado en 1963. A diferencia de Siria, donde el Baaz era un movimiento de masas con miembros de todas las confesiones religiosas, el Baaz iraquí era un grupo más minoritario controlado por una cúpula de dirigentes de la misma confesión religiosa —suníes—, de la misma región —Tikrit— e incluso del mismo clan familiar. No obstante, el régimen Baaz había sido capaz de mantener el equilibrio entre las distintas comunidades iraquíes logrando una alianza con los comunistas y apaciguando a los kurdos del norte y a los clérigos chiíes. 

Sadam Huseín, suní y tikrití, era uno de los oficiales del Baaz que había participado en el golpe del 68. Ascendió rápidamente en el nuevo régimen, donde en un primer momento lideró los servicios de inteligencia que eliminaron a la disidencia. Posteriormente, se hizo con el control de la política exterior del país ―entre muchos otros viajes, visitó España en 1974 y fue condecorado por Franco―. Huseín fue una de las figuras más relevantes tras la nacionalización del petróleo iraquí, concluida en 1975. Esta nacionalización multiplicó considerablemente los fondos de los que disponía el Estado, que además de adquirir numerosas armas y munición de franceses y soviéticos, desarrolló un sistema de servicios sociales ―incluyendo sanidad universal gratuita― para mantener la paz social. 

La riqueza petrolera y la inversión estatal multiplicaron la clase media de Irak, que se convirtió en el modelo de Estado rentista. En 1979, Sadam depuso al entonces presidente Al Bakr, que planteaba una unión política con la Siria de Hafez al Assad ―también del partido Baaz― al estilo de la fallida República Árabe Unida que fusionó Egipto y Siria entre 1958 y 1961. A esto le siguió una intensa purga en el partido y la implantación de un incipiente culto a la personalidad, con fotografías del líder presentes en todo el país. No obstante, se podría decir que Sadam dominaba la política iraquí desde mediados de los 70, gracias a su control de los servicios de inteligencia y las fuerzas de seguridad. 

Al poco de hacerse formalmente con el poder y como respuesta a la agitación de algunos sectores chiíes y a la persuasión de EE. UU., la URSS y países del Golfo como Arabia Saudí —que veían en el nuevo régimen iraní una amenaza para sus intereses—, Sadam Huseín declaró la guerra a Irán en septiembre de 1980. El conflicto sería uno de los más largos y sangrientos del siglo XX, y permitiría que tanto el nuevo Gobierno iraquí como la recién establecida República Islámica de Irán consolidasen sus regímenes, eliminando opositores y disidentes con el pretexto de no mostrar debilidad en la guerra. Irak recibió asistencia militar limitada de las dos grandes potencias y de los países del Golfo, mientras que Irán tuvo dificultades para obtener repuestos y armamento pesado. Pero, a pesar de ello, la guerra se estancó tras los dos primeros años, y se extendió hasta el verano de 1988 con un enorme costo humano.

1979, el año que cambió Oriente Próximo
La guerra entre Irak e Irán fue una de las más mortíferas del siglo XX.

Poco después del fin de la guerra, en 1990, Sadam decidió invadir y anexionar Kuwait llevado por su percepción de que Irak había defendido a las monarquías del Golfo frente a Irán y no había recibido recompensa, y de que Estados Unidos permitiría la anexión como contrapartida por los servicios prestados contra el régimen de los ayatolás. A pesar de que este último cálculo se probó erróneo, la invasión demuestra que el impacto de la década de conflicto entre Irán e Irak siguió afectando a la realidad regional incluso después de haber terminado.

Para ampliar: “Estados Unidos en el corazón del golfo Pérsico”, David Hernández en El Orden Mundial, 2018

El Vietnam soviético

El 27 de diciembre de 1979 comenzaba el último de los grandes acontecimientos del año en la región: la invasión soviética en Afganistán. La operación tenía como objetivo derrocar al presidente Amín, que había alcanzado el poder en septiembre de ese año tras eliminar al anterior presidente, Taraki, partidario de los soviéticos y que quien a su vez se había convertido en líder del país en 1978 tras un golpe de Estado. El Gobierno de Taraki había firmado un acuerdo con la Unión Soviética para obtener asistencia militar y ayuda al desarrollo, y esta fue llegando durante todo el año 1979 en forma de vehículos, unidades de élite y armamento, además de numerosos consejeros y personal administrativo.

Durante los tres meses que Amín estuvo en el poder trató de reducir la influencia soviética, lo que acabó convenciendo a Moscú de que una invasión era necesaria para garantizar la estabilidad y la lealtad ideológica del régimen afgano. Además de las disensiones internas y las purgas, el Gobierno se enfrentaba a la oposición armada de cada vez más afganos en las zonas rurales, descontentos con la reforma agraria, el proyecto de nacionalización de tierras y el de modernización que amenazaba su estilo de vida tradicional. A esto se suma que muchos afganos religiosos se oponían ferozmente a la prohibición del velo y la educación laica que promovían los políticos de Kabul. La URSS invocó el tratado de 1978 y el peligro que la oposición armada presentaba para el Gobierno comunista como pretexto para la intervención.

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Tanques soviéticos abandonados en Afganistán. Fuente: Wikimedia

Los soviéticos lograron deponer a Amín y colocar en el poder a Babrak Karmal, leal a Moscú. No obstante, la invasión de Afganistán resultó un fracaso para la URSS, que apenas logró ninguna ventaja material y perdió innumerables vidas y recursos económicos durante los diez años que duró su ocupación. La presencia de tropas soviéticas despertó el sentimiento nacionalista y religioso de muchos afganos que se organizaron en guerrillas y milicias. Los servicios secretos de Pakistán, EE. UU. y China apoyaban a varias milicias para desgastar a los soviéticos, a la vez que muchos islamistas procedentes de otros países, como Osama Bin Laden, se animaron a desplazarse a Afganistán para apoyar a los guerrilleros religiosos; la inestabilidad crónica y la penetración del discurso islamista en algunas de esas milicias fueron el caldo de cultivo perfecto para el surgimiento de Al Qaeda y la yihad moderna. Mientras tanto, la calidad de vida en Afganistán se deterioraba, millares de personas perdían sus casas y sus vidas, y el país entraba en una espiral de violencia de la que todavía no ha conseguido salir.

Para ampliar: “Afganistán, entre el caos y la oportunidad”, Meng Jin Chen en El Orden Mundial, 2018

El año que lo cambió todo

1979 marcó, sin duda, un antes y un después en Oriente Próximo y en el mundo. Incluso un régimen aparentemente sólido como el saudí experimentó eventos traumáticos al final del año, cuando el movimiento milenarista liderado por Juhayman al Otayb consiguió tomar la Gran Mezquita de La Meca e hizo temblar los cimientos de la monarquía, que tomó un giro rigorista desde entonces. Algunos de los cambios que se produjeron en 1979 aún perduran, mientras que ciertos actores y protagonistas han desaparecido. Cuarenta años después, la República Islámica de Irán continúa existiendo, con un régimen que parece haber encontrado la receta para mantenerse en el poder a pesar de las crisis internas. La paz entre Egipto e Israel continúa y desde los acuerdos de paz ningún país árabe ha emprendido acciones militares contra el Estado judío, aunque Israel sí ha intervenido en Líbano y Siria. Siguiendo los pasos de Egipto, Jordania también firmó la paz con Israel en 1994, y otros países árabes antaño enemigos declarados de Israel —como Arabia Saudí o Catar— van poco a poco normalizando sus relaciones con el Estado hebreo. Egipto continúa siendo uno de los principales receptores de ayuda exterior de EE. UU. y el Ejército sigue aferrado al poder tras el breve paréntesis de la presidencia islamista de Morsi en 2012-2013. 

Por otra parte, el régimen de Sadam Huseín desapareció tras la invasión estadounidense en 2003. La guerra y la inestabilidad, no obstante, se suceden en Irak desde el inicio de la guerra con Irán, la fallida invasión de Kuwait y las sanciones y bombardeos de la OTAN en la década de los 90. Igualmente, Afganistán lleva sumido desde 1979 en un estado de caos y violencia. A la invasión soviética le siguió la guerra civil entre las distintas facciones de señores de la guerra que trataban de hacerse con el control del Estado, el duro régimen talibán y de nuevo una invasión extranjera en 2001, esta vez estadounidense. Desde entonces, EE. UU. y sus aliados mantienen presencia militar en el país, en una de las guerras más largas de la historia reciente. Al igual que las revueltas árabes de 2011 cogieron desprevenidos a los analistas y académicos occidentales especializados en Oriente Próximo, el año 1979 tomó por sorpresa tanto a los politólogos y orientalistas de por entonces como a los habitantes de la región. Los eventos de ese año cambiaron para siempre la forma en la que Oriente Próximo era entendido, tanto dentro como fuera de sus fronteras. 

1979, el año que cambió Oriente Próximo fue publicado en El Orden Mundial - EOM.


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