El 5 de marzo de 1953 moría el dictador soviético Iósif Stalin. Cuando la noticia se extendió por Moscú, la gente se sentía desconcertada, como si les estuvieran comunicando un hecho imposible. Después de décadas de un régimen autoritario basado en el culto a la personalidad del líder, muchos ciudadanos se encontraban desamparados, sin guía, por lo que las muestras de tristeza y de duelo por el individuo que los había tiranizado, asesinando y enviando a millones de personas al Gulag, eran totalmente sinceras.
George Orwell ya había intuido la auténtica naturaleza del régimen de Stalin desde mucho tiempo antes, sobre todo a raíz de su experiencia en la Guerra Civil Española, donde fue testigo de la represión al POUM y a los anarquistas ordenada por Moscú, luego silenciada o tergiversada por la literatura oficial soviética. Orwell era muy consciente de que la verdad suele ser la primera víctima en cualquier conflicto, pero en los de la primera mitad del siglo XX, las fuerzas totalitarias no se conformaban con mentir, sino que pretendían amoldar la historia a sus postulados y lo expresó en ensayos como Mirando hacia atrás a la Guerra Civil Española:
"En España vi, por vez primera, informaciones periodísticas que no guardaban relación alguna con los hechos, ni siquiera la relación que existe en una mentira normal. (...) Vi, de hecho, que la historia se estaba escribiendo no en términos de lo que sucedía, sino de lo que debía suceder según diversas "líneas de partido"."
Con estos antecedentes no es extraño que al escritor británico le obsesionara el posible triunfo de los totalitarismos - ya fuera en su forma fascista o comunista - y las consecuencias irresversibles que este hecho podía traer a las libertades del hombre. Ya en 1945 había publicado su famosa sátira sobre la revolución soviética Rebelión en la granja, pero cuatro años después sería capaz de superar esa obra maestra con la estremecedora 1984, un libro fundamental del siglo XX, no solo por sus valores literarios, sino por la poderosa influencia que sigue ejerciendo en una sociedad como la actual, en la que el derecho a la privacidad parece estar cada día más acosado por la realidad de las nuevas tecnologías.
El mundo que presenta 1984 está dividido entre tres potencias en eterno conflicto hobbesiano. Oceanía, donde vive Winston Smith, miembro del Partido exterior, es un Estado totalitario cuyo dogma esencial es el culto al Líder Supremo, el Gran Hermano, representado en todas partes en una actitud vigilante que no es nada metafórica: por todas partes, incluso en el interior de las viviendas, existen cientos de telepantallas, aparatos de televisión que emiten constatemente consignas y noticias del Partido y a la vez graban todo lo que sucede a su alrededor con una precisión milimétrica, hasta el punto que vigilan hasta el más mínimo gesto del ciudadano que pueda denotar disconformidad o pensamiento independiente (el llamado crimen mental). Cualquier atisbo por parte de las autoridades (cuyo brazo es la Policía del Pensamiento) puede conllevar consecuencias dramáticas para el criminal. Este párrafo recuerda a prácticas tristemente habituales en las dictaduras que tanto han proliferado en el siglo XX (en Argentina o Chile, por ejemplo):
"Las detenciones ocurrían invariablemente por la noche. Se despertaba uno sobresaltado porque una mano le sacudía a uno el hombro, una linterna le enfocaba los ojos y un círculo de sombríos rostros aparecía en torno al lecho. En la mayoría de los casos no había proceso alguno ni se daba cuenta oficialmente de la detención. La gente desaparecía sencillamente y siempre durante la noche. El nombre del individuo en cuestión desaparecía de los registros, se borraba de todas partes toda referencia a lo que hubiera hecho y su paso por la vida quedaba totalmente anulado como si jamás hubiera existido. Para esto se empleaba la palabra vaporizado."
1984 es la crónica del intento - condenado a un estrepitoso fracaso - por parte de Winston Smith de huir de tan estremecedora realidad a través del amor y de lo que nosotros llamamos pensamiento racional. Winston trabaja en un departamento del Ministerio de la Verdad dedicado a a manipular o destruir noticias y todo tipo de publicaciones que sean contradictorias con la realidad que va construyendo día a día el Partido. El objetivo final es que las mentiras se conviertan en verdades, a base de construir pruebas falsas que alteren el pasado, una práctica que fue común en la Unión Soviética de Stalin.
Como es sabido, un Estado totalitario no puede tolerar ni un atisbo de pensamiento independiente, y menos uno como Oceanía, cuya meta es la creación de un hombre nuevo, totalmente sublimado en cuerpo y alma a las necesidades del Estado. Las esperanzas de Winston, de permitirse un atisbo de privacidad para vivir su historia de amor y de unirse a una hipotética Resistencia no son para el Partido más que los delirios de una mente enferma que debe ser sanada. Porque el Gran Hermano no se conforma con asesinar al disidente, sino que necesita primero curarlo, a través de un torturante proceso de lavado de cerebro que culmina con la visita al más terrible de los conceptos orwellianos: la habitación 101. El objetivo es que reo aprenda a doblepensar, a adaptarse a la realidad cambiante conforme a los deseos del Partido, lo cual se resume en lo siguiente: si el Partido dice que dos más dos son cinco, el individuo, que no existe como tal, sino como una célula del Estado, debe acatar esa nueva realidad sin pestañear:
"Convéncete, Winston; solamente el espíritu disciplinado puede ver la realidad. Crees que la realidad es algo objetivo, externo, que existe por derecho propio. Crees también que la naturaleza de la realidad se demuestra por sí misma. Cuando te engañas a ti mismo pensando que ves algo, das por cierto que todos los demás están viendo lo mismo que tú. Pero te aseguro, Winston, que la realidad no es externa. La realidad existe en la mente humana y en ningún otro sitio. No en la mente individual, que puede cometer errores y que, en todo caso, perece pronto. Sólo la mente del Partido, que es colectiva e inmortal, puede captar la realidad. Lo que el Partido sostiene que es verdad es efectivamente verdad. Es imposible ver la realidad sino a través de los ojos del Partido. Éste es el hecho que tienes que volver a aprender, Winston. Para ello se necesita un acto de autodestrucción, un esfuerzo de la voluntad. Tienes que humillarte si quieres volverte cuerdo."
Uno de los conceptos más interesantes que propone 1984 es el de neolengua, el instrumento definitivo de control mental por parte del Estado, ya que la reducción del número de términos y conceptos lingüisticos impedirán todo pensamiento disidente, ya que no habrá manera de expresarlo con palabras. Cuando se culmine su normalización en 2050, el Partido habrá culminado su obra maestra totalitaria. Se trata de algo que está a la orden del día en nuestra propia realidad, y no solo en referencia a lo políticamente correcto. Estamos hartos de comprobar como los políticos intentan crear un nuevo lenguaje de carácter eufemístico para evitar referirse a los asuntos (sobre todo referente a la corrupción en sus propias filas) que le son incómodos, cuando no tratan de alterar la realidad a su propia conveniencia, asegurando, por ejemplo, que no conocen de nada al excompañero al que elogiaban pocos meses antes.
Por último aclarar que, cuando escribió 1984, Orwell no pretendía ser un profeta, simplemente llamar la atención acerca de una realidad siniestra que podría llegar a parecerse a la Oceanía de su novela si ciertas prácticas y doctrinas se llevaban hasta sus últimas consecuencias, abogando siempre a favor de una ideología próxima a la socialdemocracia. Podemos felicitarnos de que nuestro mundo no se parezca en nada al de Winston Smith, pero no obstante es inquietante que se estén desarrollando algunos conceptos que pueden ser calificados como orwelliano y que cada vez inciden más en nuestras vidas y lastran nuestra privacidad: la omnipresente videovigilancia, las redes sociales y el big data. Ya veremos cómo resulta ser nuestro 2050.
Respecto a sus versiones cinematográficas, la de Michael Anderson, siendo estimable, resulta un poco pobre en medios y demasiado teatral, con unos protagonistas que no se ajustan bien a sus personajes. La de Michael Radford, estrenada en el mismo año en que transcurre el film, refleja de manera magistral la atmósfera opresiva de la novela de Orwell, mostrando un Londres ruinoso en permanente estado de guerra, dominado por los continuos mensajes de las telepantallas, la mirada del Gran Hermano, presente en todos los rincones y por la práctica brutal del odio programado contra los enemigos de Oceanía y del Partido. John Hurt, Suzanna Hamilton y Richard Burton realizan interpretaciones inolvidables en una película que el espectador solo puede contemplar con el corazón en un puño.