Tengo un par de hijas muy bien educadas. Y digo un par sin referirme a unas cuantas, sino exactamente a eso, un par. O una pareja de dos, como quieran llamarlo.
Tengo dos hijas muy bien educadas. Da gloria verlas. Recogen, ayudan, piden las cosas por favor y hacen caso, como mínimo, seis de cada diez veces. Tienen buen conformar, patalean lo justo y son, en general, de un plomizo soportable y hasta agradable. Más no se les puede pedir.
A estas dos hijas las he educado yo. Las he educado a golpe de perseverancia en su versión no me apeo de la burra ni muerta, luchando cada lenteja y cada tronco de brécol insípido como sin ello fuera, no sólo mi vida, sino también las suyas.
A estas dos preadolescentes ejemplares las he educado yo con toda la determinación del mundo y la paciencia que todavía lucía lozana en mi ánimo de madre recién estrenada. Las eduqué cuando todavía era joven y airosa, y me tenía por una persona mucho más cuerda que la loca que ahora me mira desquiciada desde el otro lado del espejo.
La Primera y La Segunda son esas plantas cuyas semillas regué con esmero, podando cama rama y mimando cada nuevo brote. Asegurándome siempre de que crecieran erguidas y florecieran puntuales cada primavera. Ellas son mi jardín versallesco de setos geométricos y flores pares.
Y se acabó. A partir de ahí empezaron a crecerme las hijas como champiñones. Asilvestradas y salvajes. Tan pronto deliciosas como mortalmente venenosas.
A La Tercera y La Cuarta no nos ha dado tiempo a educarlas. Las hemos dejado que crezcan como la hiedra, trepando sin control, enredándosenos entre las piernas sin saber muy bien nunca por dónde van a salir.
Ellas, a falta de una figura de autoridad que echarse a la boca, se han encontrado y han decidido hacer piña para suplir la falta de decencia paternal de sus progenitores.
Se han puesto el mundo por montera y han decidido tomar cartas en el asunto de su educación, esa que los demás hemos pasado por alto. Autodidactas por necesidad, devoran cuentos como si supieran leer, se lavan los dientes con los cepillos cambiados mientras la del pañal le limpia el trasero a la otra que a su vez le corta la carne con el cuchillo de plástico.
Estas son mis malas hierbas, las que van siempre despeinadas, con la ropa de cuarta puesta y las tallas cambiadas. Son las de la boca siempre sucia y las uñas sin cortar. Son las jetas, las del humor socarrón y las ideas de bombero. Las que tan pronto te sacan de quicio como te conquistan con un beso mocoso.
A veces, como hoy, me paro a observarlas un minuto con la extrañeza de quién presencia un raro espectáculo. Las veo charlar con sus lenguas de trapo en dos idiomas mal aprendidos. Les espío mientras se inventan los cuentos que nadie ha tenido tiempo de leerles y sonrío cuando se ríen a carcajadas con los pijamas sucios y el pelo enmarañado de haber dormido enredadas la una en la cama de la otra. Lo mismo se abrazan que se lían a tortas.
Así son ellas, todo temperamento, caraduras y geniales.